“Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad” y a otro del pesar. “Nos vestimos cada día” y nos exponemos al encuentro o a la soledad, al logro o a la claudicación, al sí o al no, al dar o al recibir, a la tranquilidad o a la ansiedad, al desánimo o a la ilusión... o a todo a la vez con diferentes matices e intensidades.

La vida es “maravilla” y es “precipicio”. O como dice el refrán: es necesario estar a las duras y a las maduras... con uno mismo. La enfermedad es no poder estar con lo que soy ni con lo que no alcanzo a ser. La vida enferma cuando hay algo que no soporto de mí, y en vez de mirarlo, trabajar por comprenderlo y extraer soluciones, lo ahogo, lo tapo, no quiero saberlo... y brotan los síntomas. Así, en las patologías (depresiones, angustias, fobias, obsesiones, brutas jamadas de coco, culpabilizaciones desmedidas, disfunciones sexuales, transtornos que impiden nuestras conductas habituales...) hay un componente de negarse a saber nada de qué nos lleva a sufrir: esta parte origina la resistencia a acudir a tratamiento a muchos que sufren. Hace falta potenciar la parte de uno mismo que quiere saber qué le pasa y por qué le pasa, para ponerse así en el camino de la curación: ésta es la fuerza que lleva a la autosuperación (y cuando uno no puede por sí solo ni con la ayuda de sus allegados, al tratamiento psicológico).

“Libramos una batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos. Vivimos en la frontera, en la invisible línea que separa palabra y silencio. Hablamos y no hacemos sino callar lo que realmente queremos decir.” Nos cuesta dejar que, del silencio y la palabra vacía y común, nazca la palabra plena, palpitante, veraz, sanadora.

La enfermedad es pagar el precio del sufrir por no saber o no querer pagar el precio de enfrentarnos a nuestra verdad y a nuestras carencias.

(Este artículo contiene, entre comillas, palabras del poema “La frontera” de Javier Lostalé)