Es la vida una retahíla de encuentros y separaciones, de pérdidas y ganancias. Todo encuentro contiene una separación, y cualquier separación es antesala de un nuevo encuentro. Y para ganar algo es necesario perder algo.

Esto no quiere decir que la vida sea un horror. Para nada. Te hablo de los amaneceres y anocheceres por los que la historia de cada uno discurre. Para disfrutar plenamente de la alborada hace falta saber atravesar la noche que la precede. Ya dijo el sabio jasídico Rabí Nachman de Breslau: “Crecer espiritualmente [interiormente] puede asemejarse a un viaje en montaña rusa. Anímate en el conocimiento de que la bajada es sólo preparación para la subida” (en su librito La silla vacía. Encontrando esperanza y alegría, editorial José J. De Olañeta).

La primera separación de la vida: cuando la madre nos pare y nacemos al mundo. Qué nos ocurriría si nos negáramos a nacer para no perder el paraíso terrenal del útero. O si no fuéramos a la guardería o a la escuela por el dolor de la separación de los padres. O si no abandonáramos la niñez (otra pérdida necesaria) por las dificultades de hacernos mayores (el síndrome de Peter Pan, que se negaba a crecer, justo lo que le sucedió en la vida real a James M. Barrie, su autor: un adulto anclado en la niñez). O si no nos atreviéramos a establecer una relación amorosa, comprometida, por temor a la pérdida. O si un ser querido se va o se muere, y por no poder sentir y transitar esa pérdida nos anquilosamos en la depresión... ¿Ves como en el aprender a perder reside el secreto de abrirte a ganar?