LA CALLE ESTAFETA
EN LOS TIEMPOS
DEL CORONAVIRUS
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Este microrrelato (entre otros muchos) se está dando a ingresados por coronavirus en el Hospital Virgen del Camino (Pamplona). Una iniciativa de blogsanfermin.com que se une a la iniciativa de las enfermeras: Anima Covid Navarra (animocovidnavarra@gmail.com)
Lo mismo en la Clínica Universidad de Navarra (Pamplona). Inicativa del personal sanitario: Héroes Covid 19 (heroes.covid19@unav.es)
Escrito en Pamplona, 18 de abril de 2020
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Más de un mes en estado de alarma. De miedo al contagio. De confinamiento en casa, salvo trabajos esenciales como el mío. De incertidumbres y esperanzas.
Hoy he salido del trabajo una hora después de lo habitual.
Vuelvo a casa por el casco viejo, calle Estafeta, larga y recta. Pletórica de tiendas y bares clausurados. Contento de mis zapatos andariegos sobre adoquines nostálgicos de pisadas.
Entro por donde salen los toros hacia el tramo de Telefónica que da a la plaza.
En otros atardeceres de viernes, la calle burbujea de gente con bebidas y pinchos, palabras altisonantes y carcajadas, abrazos y besos.
Esta tarde, ya en sombra, luce una calle desierta, yerma, tan silenciosa como una pecera.
Los aplausos prorrumpen en ventanas abiertas y balcones. Soy el único viandante. Me doy cuenta de que son las ocho, la hora de aplaudir a sanitarios y otros trabajadores que se arriesgan al contagio, a los enfermos por coronavirus y a sus familias, a los dolientes por haber perdido a un ser querido. Hora de vitorear. De echar unas palabras con el vecino. De ver Mundo Estafeta.
Aplausos, voces y algunas miradas me acompañan durante todo el recorrido. Si delirara, sostendría con certeza irreductible que me aplauden a mí, que los vítores suenan por mi paso, que soy Belmonte tras una faena prodigiosa haciendo el paseíllo.
La tentación de bromear saludando con la mano e inclinándome para agradecer el agasajo que se me brinda, choca contra el temor de que me insulten por pasear durante el confinamiento al creer que no tengo motivo justificado. No sucedió pero preparé una respuesta por si me lanzaran improperios: “¡Soy cajero de un súper!”. De pasar esto, imaginé que los aplausos y los gritos se redoblarían en reconocimiento a mi trabajo. Y que me sentiría avergonzado porque no me expongo al contagio como auxiliares, enfermeros y médicos. Ridícula vergüenza: cada uno hace donde le corresponde.
Cuando alcanzo la plaza del Ayuntamiento, inhabitada, tan hermosa como desamparada, recuerdo el grito final del Pobre De Mí en los Sanfermines: ¡Ya falta menos! Menos para el confinamiento, menos para la fantástica caída del número de enfermos y muertos por coronavirus, menos para medicamentos y vacunas eficaces, menos para empezar a tocarnos con las puntas de los dedos. Sí, pero también menos para perder los momentos de estos días en que un disfrute extraño de la vida se abre camino.