Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica
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EL TALLER DE ESCRITURA DE RAMIRO PINILLA: UN ESPACIO DE LIBERTAD
(2009)


Ramiro Pinilla (escritor de Getxo nacido en Bilbao en 1923 y destinado a morir donde según él se inició la vida sobre la tierra, en la playa de Arrigúnaga, en Getxo, a cuya orilla llegaron 48 bichitos verdes hace muchísimo tiempo) comenzó su taller hace unos 35 años. El año exacto se ha perdido. Fue a través de una asociación de vecinos que al poco dejó de organizarlo, pero él ha seguido hasta hoy.

         Se ha celebrado siempre en Algorta (Getxo). Comenzó en una sala cedida por el Ayuntamiento en el Aula de Cultura. Pero como funcionaban de modo independiente, sin permitir ningún control, enseguida estorbaron. A los pocos años, se marcharon. Desde entonces, no se ha vuelto a contar con ningún apoyo institucional, salvo una subvención a varios de sus escritores: se publicaron 6 ó 7 libros en cuya edición el municipio ayudó hasta un 37%. Los autores los vendían en la calle y los colocaban en librerías.

Ramiro continuó el taller en bares, pasando por la librería Antares, la casa de un escritor, hasta un ángulo iluminado de un almacén semiabandonado (propiedad de la familia de uno de nosotros) en que nos reunimos en la actualidad, junto a las ruinas del Gran Cinema. Está puesto en alquiler, así que cualquier día tendremos que buscar otro sitio. En las noches más frías, una pequeña estufa no basta para que algunos se quiten el abrigo. Con esos fríos, Ramiro mantiene calada la boina, sentado en un sillón orejero verde que se traslada cada vez que el taller cambia de paradero.

         Hay narradores, poetas, periodistas, ensayistas... Desde principiantes hasta otros más experimentados.

         Sin ninguna pauta, llevamos batidos, yogures líquidos, cervezas, galletas, patatas fritas (que nunca faltan), regalices y demás. Nadie trae whisky ni absenta. En un rincón reposa un pequeño aspirador que se usa una o dos veces al año, así que la desgastada moqueta da acomodo a los restos de un naufragio. Las palabras escritas que pronunciamos son nuestra tabla de salvación. (Quizá cuando lea esto en el taller, me digan que lo de restos de un naufragio es una exageración pedante. Y despotriquen contra el uso del tópico tabla de salvación, animándome a buscar otra expresión: se me ocurre manguitos. Somos socorristas que rescatan de lo socorrido, y puede que me digan que este juego de palabras sólo responde a mi propio goce ensimismado con las palabras, que no añade nada y que considere la opción de quitarlo o de escribirlo de otra forma. Que en ocasiones un escritor vale más por lo que quita que por lo que pone. Que un escritor es un ser que renuncia, un habitante de los despojos. Y me imagino que alguien me diría que en la frase anterior he repetido la misma idea dos veces, lo cual es una pesadez para el lector. Y que me pierdo en abstracciones. Y que no vale que me justifique. Y que, a pesar de todo, no hay normas. Y que los paréntesis son peligrosos porque se desatan del cable de acero que tensa el texto, aunque a veces sí dan en el blanco… Y que los puntos suspensivos pueden producir hartazgo y reflejar la claudicación en el proceso de dejarse encontrar por la palabra precisa. Y que los paréntesis demasiado profusos pueden devenir digresiones inanes. Y que por qué entorpezco al lector con palabras difíciles, reflejo de que me vanaglorio de conocerlas, y qué me impide escribir que los paréntesis demasiado largos pueden convertirse en digresiones inútiles. ¿Y para qué repetir tantas veces y… y… y…? Pero que no tomemos las críticas razonadas como normas feroces a las que plegarnos como esclavos, porque eso mataría la creatividad. Que cada escritor parte al encuentro de su propio lenguaje, y el taller nos acompaña en esa búsqueda como un amigo íntimo. Más que enseñar a escribir, más que imponer una escritura determinada, el taller ayuda a descubrir el escritor que en verdad cada uno es, librándolo de lastres y favoreciendo el crecimiento de alas. Y que pruebe a quitar todo este paréntesis: ¿ganaría el texto con su pérdida?)

         El taller es gratuito, como siempre. No se anuncia. Quien viene, ha dado crédito a los rumores sobre su existencia. No hay que inscribirse. No hay que asegurar ninguna frecuencia de asistencia ni avisar si uno vendrá o no. Tampoco se pide puntualidad. Sabemos que es todos los lunes de ocho a diez de la noche, salvo los días festivos y agosto. Se lee por orden de llegada; quizá sea la única norma (además del respeto) pues ni siquiera se exige llevar algo escrito. Excepcionalmente, algunas tardes estivales, cuando la mayoría estaba de vacaciones, Ramiro ha llevado a cabo un taller inaudito: sentado solo en su sillón, presenciando la llegada de nadie.

         Ahora detengámonos por donde podríamos haber empezado: ¿Qué es un taller?

El diccionario nos saca de dudas: Vinagreras para el servicio de la mesa (del latín taliare: tajar.) Según esto, un taller de escritura enseña el arte de aliñar las palabras y, etimológicamente, la destreza en tajar, cortar, sobre todo, por lo insano.

Otros significados: Lugar en que se trabaja una obra de manos. || Escuela o seminario donde se enseña. Del latín astellarium: astillero, de astella: astilla. Un taller de escritura es un astillero donde no se construyen y reparan buques sino palabras e historias. Trabajamos en una nube de astillas, que son fragmentos irregulares que saltan o quedan de una pieza u objeto de madera que se parte o rompe violentamente. Los escritores tallan la madera del lenguaje. Por extracción, queda a la vista el relato que esperaba oculto.

Seamos modestos. Un taller de escritura no es más que un taller de costura. Texto, etimológicamente, significa tejido. No somos más que tejedores de palabras. Urdimos un tejido simbólico que anudar a lo imaginario y a lo real. Tejemos y tajamos. Confrontados a una diferencia insuperable entre el diseño configurado en la cabeza y el resultado de nuestra labor de manos.

         Escribir procede del latín scríbere, de la raíz indoeuropea skreibh, emparentado con el griego skarifáomai: rayar un contorno. Scríbere en origen significaba grabar en piedra. Más tarde, en arcilla y en papiro. En inglés se dice write, que viene de writanan: romper, rayar, emparentado con reinen: romper, rasgar, en alemán moderno.

         Escribir es rayar: hendir, rajar o abrir un sólido sin dividirlo del todo. Es lo que practicamos los escritores: hacer rendijas, escudriñar las que hemos producido y las que ya existían, y contar tanto lo que hemos visto como lo que hemos imaginado que veíamos o que veremos. Somos exploradores y excavadores de intersticios, de vacíos y huecos, de espacios y distancias. Trabajamos en y con la falta. En fin, no generalizo: estoy hablando de mi deseo.

¿Se puede enseñar a escribir? Toma pregunta tópica que me han planteado al pedirme este artículo. Sí se pueden enseñar técnicas y habilidades, aprenderlas y dotarse de un saber hacer. También se pueden adquirir estrategias para el estímulo de la creatividad. Y afinar una lectura de textos que entrelace la mirada del lector con la del escritor. Así como existe la licenciatura de Bellas Artes, ¿por qué no la de Escritura Creativa?

Lo que no se puede enseñar es el deseo de escribir. En psicoanálisis, distinguimos entre querer y desear. El querer es consciente y tiene que ver con los anhelos y la fuerza de voluntad. El desear es inconsciente, el motor. Por eso no basta con querer. Quienes quieren escribir pero no lo desean, es muy probable que consigan muy poco. Quienes desean escribir pero no quieren hacerse cargo de su deseo o se empeñan en mantenerlo insatisfecho o imposible, es muy difícil que lleguen lejos a menos que despejen el camino al deseo. Pero quienes quieren y desean escribir, estos sí, podrán tomar el taller como la palanca de Arquímedes para levantar su propio mundo.

En un taller, no se trata de aprender de un supuesto maestro, sino a través de él, incluso a pesar de él. Más allá de él para llegar al más acá de uno mismo. Raymond Carver asistió en 1958, a los 19 años, a las clases de Escritura Creativa de John Gardner en una universidad. Me emocionaba asistir a las clases de un verdadero escritor. Cuando Gardner explicaba sus teorías sobre los cuentos, Carver no podía seguirlas: Yo, por más que lo intentaba, no conseguía interesarme mucho o entender realmente. Quizá porque no se correspondían a su deseo de escritor. Su acto de valentía consistió en ser infiel al modelo que propugnaba el maestro pero leal al escritor que deseaba ser, tomando de Gardner sólo lo que le nutría. Mi deuda con él es grande. Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor. (…) Me enseñó que si en las palabras y en los sentimientos no había honradez, si el autor escribía sobre cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a importarle nunca. Y Gardner decía: El mal profesor empuja a sus alumnos a escribir como él. (…) La meta del profesor debe ser ayudar a sus alumnos a encontrar su manera de escribir.

El nuestro no es un taller formal en que se escriba mediante ejercicios. Cada participante escribe fuera lo que le viene en gana y lo lee en el taller. Ramiro sólo ha recomendado para casa dos ejercicios (y es tradición que nadie los ponga en práctica). Uno, escoger de un escritor un par de páginas que a uno le entusiasmen y copiarlas a mano. El otro: Leer varias veces una página que nos guste mucho de otro escritor. Impregnarse de lo que cuenta y de cómo lo cuenta, más allá de la memorización racional. Cerrar el libro y escribirlo. Después, comparar y aprender de la diferencia.

Que no haya ejercicios, no deja de ser un riesgo. Félix della Paolera, que desde 1976 dirige un taller de escritura en Argentina, dice: En el taller se trabaja con consignas que son muy estrictas. En vez de ser limitantes, al revés, son estimulantes. Porque si uno les dice: “Bueno, escriban sobre lo que quieran”, nadie escribe, todos se ponen a pensar sobre qué van a escribir y no escriben nada. En fin, nosotros sí escribimos. Ambos tipos de taller son compatibles. Cada escritor elegirá el que le convenga, incluso puede pasar por las dos modalidades.

         Cuando a uno le llega el turno, lee. Los demás escuchan; algunos, como Ramiro, con los ojos cerrados. En esos momentos, la estancia se puebla de imágenes que incluso se podrían fotografiar cuando el texto no está diciendo sino contando, pero nadie se ha atrevido a probarlo. Después, quienes quieren, lo comentan. Tales comentarios suelen conducir a que el autor revise el texto y lo vuelva a leer otro día. Subrayamos y explicamos tanto los logros como los fallos. A veces debatimos con vehemencia. Ramiro (el único que no lee) suele hablar poco.

Hay asistentes que, quizá por no soportar la herida narcisista que les ha infligido una crítica (por constructiva que sea), desaparecen sin avisar. Otros no regresan porque no es el tipo de taller que buscan. Otros lo dejan porque consideran que ya les ha sido suficiente. Y algunos continúan durante muchos años, como Willy Uribe y Marta Barrón: por temporadas, llevan cerca de 30 años acudiendo. Son los únicos nombres que daré: él por la persistencia y la ferocidad de animal ante la presa, ella por la constancia en pulir su lenguaje y la perseverancia en lo auténtico de su voz poética. 

El taller barre el camino hacia un estilo propio al servicio del relato y de los personajes, del poema y de las imágenes, no del Ego del autor. Como dice el escritor Gilles Ortlieb: No porque uno relate lo que le ha sucedido tiene que ser interesante; una vez más, es una cuestión de estilo. El estilo es la expresión visible de todo un trabajo invisible, titubeante, que hace que por defecto se encuentre la expresión adecuada para dar cuenta de todo un camino interior sobre el que no se dice nada.

Ramiro sugiere a los principiantes que durante unos cuantos años copien el estilo de uno de sus escritores preferidos, descaradamente, sin avergonzarse. Que suelten así la mano hasta que den consigo mismos y se suelten del modelo. Como los bebés con la mamá hasta que crecen. Porque todo escritor empieza por ser un mamón.

         Ramiro ha cumplido 86 años este septiembre. Es un viejo con una salud de firme viga de madera. Acaba de empezar una serie de novela negra con un detective en Getxo: Samuel Esparta (Sólo un muerto más). Cuando un día la fuerza se le desbarate, quizá continuemos el taller reunidos en corro, como siempre, pero alrededor de su cama en Walden, el caserío que él mismo levantó en el barrio de San Baskardo, cuya hipoteca terminó de pagar con el premio Nadal de 1960 por Las ciegas hormigas. No sé qué sucederá con el taller cuando muera. Si muere con él, sería como un ser desvalido que no pudiera sobrevivir al padre. “¡Que no, que aquí no soy el padre ni el maestro de nadie!”, me dijo cuando se lo conté. “Como no soy nada de eso, tenéis todo a favor para continuar el taller sin mí. Pero nada de hacer el taller en mi cama.”

         Ramiro hace el taller para dar a los escritores lo que él no tuvo: un espacio en que mostrar lo que uno escribe, escuchando el eco que producen las palabras. Eco que sirve no sólo para revisarlas sino también para que el escritor sienta que su escritura no queda encerrada en una cueva al margen del mundo.

         También lo hace para que no recibamos lo que a él le dieron cuando, a los quince años, se atrevió a decir que escribía. “Mi hermano y mis amigos se descojonaron de mí. Mis padres callaron. Pensé que todos me tomaban como un ser extraño.”

El taller es más que un taller donde abrir la puerta al saber: es un lugar de encuentro amoroso entre escritores, de detección de palabras sobrantes y de hallazgo de algunas faltantes. Ahora bien, como no podía ser menos en un grupo, a veces se desparraman exhibicionismos, se disfrazan inhibiciones y se taponan orejas. Y hubo un tiempo en que se desbocaron odios personales.

Nuestra patria es el amor a la palabra y a las historias, por eso no empachamos el oído de nadie con falaces parabienes ni bloqueamos la creatividad con furiosos vapuleos. Nos guía el amor a la verdad y a la precisión de la palabra liberada, en detrimento de las pasiones de la ignorancia y de la falsedad. Podemos ser muy duros entre nosotros, pero con y por amor, incluyendo el amor a los fallos, tan relativos a veces. Ya dijo Beckett: Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor. Y Borges: Para escribir un libro realmente grande, hay que hacerlo de manera más bien inconsciente. Podemos esclavizarnos a él y cambiar todos los adjetivos por otros, pero, quizá, escribamos mejor si dejamos los errores.

Pues el éxito, para mí, es el hecho de dejar que la escritura escriba.

(Publicado en TK - Revista de la Asociación Navarra de Bibliotecarios ASNABI, diciembre de 2009, nº 21, 63-67)

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AMPLIACIÓN DE FEBRERO DE 2010


En la Biblioteca de Algorta, suelen colocar una caja de cartón con un letrero en euskera y en castellano: Si quieres algunos de estos libros, la Biblioteca de San Nicolás te los regala. Las bibliotecarias los expulsan para dar espacio a nuevos retoños.

         Quizá algunos libros se pregunten por qué les han echado en lugar de a otros. ¿Es que son muy malos, o fueron buenos y han caducado? ¿No se sabía que existían, por lo que nadie los ha buscado? ¿Han sobrevivido apretujados entre dos gruesos bestsellers que los enmudecían? ¿Han enloquecido? ¿Son libros enfermos, agonizantes, muertos? ¿Son libros deprimidos por un incesante ninguneo? ¿Albergan aún la esperanza de que los encuentre, al fin, un lector que los ame y se los lleve a la cama?

         Hoy he cogido cinco ejemplares de un mismo libro. Son poemas de Mario Montenegro: El alba del amor y de la ira, editado en 1982 en Algorta por el Taller de Escritura Asociación de Vecinos “Batasuna”. ¡Un libro de nuestro taller!

         La contraportada ofrece un texto anónimo en letras blancas sobre negro:

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         EL ALBA DEL AMOR Y DE LA IRA es la segunda publicación del Taller de Escritura de la Asociación de Vecinos “Batasuna”, de Algorta. Se fundó este Taller, hace cuatro años, con el propósito de reunir a todos aquellos que sintiesen vocación por la escritura. Desde entonces, este “hogar literario”, humilde y abierto, ha sido escenario de lecturas, discusiones y críticas constructivas, de alegrías para muchos y desilusiones para otros. Pero el Taller ha recibido siempre en su seno a todo aquel que ha acudido con sus versos, con sus narraciones... Y se le ha ayudado a ser el mejor crítico de su propia obra, el más exigente con su texto. Ha aprendido a luchar con el papel en blanco y a crearse un hábito de escritura. Porque LA ÚNICA FÓRMULA PARA APRENDER A ESCRIBIR ES ESCRIBIENDO.

         El espíritu abierto del Taller no permite ni los encasillamientos ni los academicismos. La libertad, la relación amistosa, la ilusión y el temor, la crítica... son los primeros puntos de nuestro inexistente programa.

         Se lee, se habla, se escucha, se aprende de los demás, y, a veces, sorprendentemente, de uno mismo.

         En cualquier caso, el Taller ya ha dado sus frutos: dos libros editados, con ayuda del Ayuntamiento de Getxo. Libros que el propio Taller se encarga de distribuir y vender.

         El Taller, de nuevo, libremente, ha elegido la obra de otro de los suyos para publicarla.

         MARIO MONTENEGRO tiene 20 años, nació en Irún  y es poeta.

         TALLER DE ESCRITURA

A.    V. V. BATASUNA

Vol. 2                   100 Ptas.

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Ahora puedo datar el nacimiento del taller: 1978. Y corroborar que la palabra libertad figura desde los primeros tiempos.

         Ramiro me confirma que el texto de la contraportada es suyo.

         Llevo los libros al taller: retornan al origen y encuentran nuevos lectores. De aquellos primeros tiempos, sólo Willy Uribe y Marta Barrón persisten. Y Lucía Martínez Odriozola, periodista: me entero ahora de su veteranía. Lucía me dice: “Han tenido que pasar muchos años para que pudiera entender lo que el Viejo me decía al principio”.

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AMPLIACIÓN DE FEBRERO DE 2015

 
        
Me topo con unas palabras de Robert Louis Stevenson (Escribir: Ensayos sobre literatura. Madrid: Páginas de Espuma, 2013) en que defiende el aprendizaje por imitación y copia que nos recomendaba Ramiro. En el capítulo “Cómo aprendió Stevenson a escribir, de modo autodidacta”, dice:

         Cuando me sentaba al borde del camino, o bien leía, o bien sacaba un lápiz y cuadernillo barato donde apuntaba los rasgos de la escena o improvisaba algunas estrofas dubitativas. Así vivía yo con las palabras. (…)

Había hecho el voto de aprender a escribir. (…) Siempre que leía un libro o un párrafo que me complacía especialmente, donde se decía una cosa o se presentaba un efecto con propiedad, donde se agazapaba una fuerza evidente o un feliz rasgo de estilo, tenía que sentarme enseguida y ponerme a imitar aquello. Claro que no lo conseguía, y yo lo sabía bien. Lo intentaba, una y otra vez, y volvía a fallar una y otra vez. Pero en todos estos intentos vanos, logré al menos adquirir cierta práctica en el ritmo, la armonía, la construcción y la coordinación de las partes. Así he copiado con diligencia a Hazlitt, Lamb, Wordsworth, Sir Thomas Browne, Defoe, Hawthorne, Montaigne, Baudelaire y Obermann. (…) Esto, nos guste o no, es la forma en que aprendí a escribir y si le he sacado provecho como si no, así ha sido.

 También fue esa la forma en que aprendió Keats, y nunca hubo un temperamento más adecuado a la literatura que el de Keats; así ha sido seguramente -nos daríamos cuenta si pudiéramos comprobarlo- como han aprendido todos; y por ese motivo, cada vez que hay un revival literario va acompañado o anunciado por una mirada retrospectiva a los modelos anteriores (…) Hasta Shakespeare mismo, el imperial, procede de una escuela. Sí, de una escuela de la que -cabe esperar- salen buenos escritores; de una escuela que, casi de modo invariable, produce buenos escritores, salvo alguna excepción.

 Antes de que pueda decir qué cadencias prefiere, el alumno debe probar todas las que existen; antes de elegir y mantener una clave que se ajuste a él, tiene que haber practicado toda la escala literaria; y sólo tras muchos años haciendo este tipo de gimnasia podrá sentarse al fin, mientras llegan legiones de palabras zumbando a su llamada y docenas de estructuras de la frase se le ofrecen simultáneamente para que escoja. Y entonces, sabiendo lo que quiere hacer y dentro de los estrechos límites de la capacidad humana, podrá hacerlo.

2009

Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica