Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica
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PEQUEÑO MANUAL DE LAS MADRES DEL MUNDO - TODAS LAS MADRES DEL MUNDO
(2003, 2010 y 2018)

Pequeño manual de las madres del mundo, de Gustavo Martín Garzo, RqueR editorial, Barcelona, 2003 (reeditado con el título Todas las madres del mundo, Lumen, Barcelona, 2010 y Destino, Barcelona, 2018), reúne 59 tipos de madre a modo de cuentos muy breves. No dice qué tendría que hacer una madre; sólo las retrata. Con una agudeza psicológica que sobrepasa a la mayoría de los libros de recetas para padres y madres del mercado. El autor es un magnífico escritor que hace años ejerció como psicólogo.


      Madres trapecistas, madres canguro, madres temerosas, ciegas, ogresas, asombradas, infantilizadas, asesinas, madres vampiro, madres elefante, madres pulpo, madres abandonadas (en espera del regreso del amante), madres que abortaban, madres de niños deformes, madres que callan, madres jirafa, madres pájaro, madres maestras, madres que no saben educar, madres pez, madres de los santos, madres de los asesinos, madres despreocupadas, dadivosas, víctimas, posesivas, envidiosas, la madre de los tres cerditos, madres niñas, madres ante el complejo de Edipo, madres muertas, la Virgen María...

         Faltan las madres adoptivas (quizá porque pueden desarrollar la relación con los hijos de cualquiera de las 59 formas) y las madres cuyos hijos han sido adoptados. Faltan otras madres, pero el catálogo es bien extenso y permite encontrar puntos de identificación y de diferencia por parte de quien lee: en sí misma si es madre o en cómo vivencia a su madre. Es un libro que da la oportunidad de que cada uno extraiga un saber sobre su propia historia familiar.

         Madres que imponen una misión al hijo. Sobreprotectoras por un miedo excesivo a que el hijo sufra. Las que aman los peligros y animan al hijo a arriesgarse. Devoradoras de hijos. Las asombradas por no sentir al hijo como propio. Las que se hacen iguales a los hijos, infantilizándose. Las desconfiadas, en incesante sobresalto por si alguien les roba el hijo. Las que viven para satisfacer los deseos del hijo. Las madres de hijos con discapacidades. Las que se creen dueñas de sus hijos. Las que dejan partir al hijo cuando crece. Las madres pulpo: expertas en abrazos, estrujamientos y succiones. Las madres pájaro, agotadas por las demandas de sus polluelos insaciables. Las obsesionadas con una educación tan estricta que asfixia. Las consentidoras, que no ponen límites. Las esclavas de los hijos. Las indiferentes. Las víctimas y quejicas, que acusan a los hijos de hacerlas desgraciadas. Las que acaparan al hijo y pretenden que no pueda amar nunca a nadie más. Las madres del buen amor...



            Contraportada de la edición de 2010 (Lumen):


La relación de una mujer con sus hijos suele ser el reflejo de los mejores y peores rasgos de su personalidad. En este manual poco ortodoxo, Garzo dibuja cincuenta retratos de madre, empezando por las “madres trapecistas”, que no pueden abandonar el brillo de la carpa de un circo para dedicarse de verdad la sus hijos; siguiendo por las “madres niñas” que juegan con sus hijos como si fueran muñecas; las madres que finalmente no son madres, pues han decidido perder al hijo que esperaban, hasta las madres que ya no están, y desde el más allá se comunican con sus hijos.

En estos espléndidos retratos, teñidos de ese punto de locura que distingue a Gustavo Martín Garzo en los mejores momentos de su escritura, se nos habla de todas las mujeres que han vivido o algún día vivirán la experiencia de ser madres; un hecho en apariencia simple pero que cambia el modo en que miramos el mundo y la vida.

Es posible que según vamos leyendo vayamos identificando a algunas madres.


        En la edición de 2018 (Destino), el autor escribe en la contraportada:


Las madres, nuestro primer amor... He escrito este libro para que ellas sean felices leyéndolo. O, mejor, dicho, para que prolonguen con su lectura la felicidad que sienten junto a sus niños y disipen, con un poco de humor y de ironía, el miedo de verlos crecer.


         Por tanto, a través de ejemplos de madres que dejan crecer a a sus hijos y de otras que pretenden impedirlo, Martín Garzo intenta posibilitar la reflexión. Disfrutar con los hijos, sí, pero sin hacer dos en uno con el hijo.

       Por ejemplo, este cuento como advertencia ante el impulso a gozar del hijo como objeto de posesión (saltándose la prohibición que debería imponer la función paterna a la madre: "No reintegrarás tu producto", pues el hijo es de los padres pero no les pertenece):


LAS OGRESAS

Lo peor de las madres de los ogros era su terrible apetito. No era, en absoluto, que no quisieran a sus hijos. Es posible, de hecho, que pocas madres hubiera en el mundo que quisieran más a los suyos, sólo que tenían que luchar contra esa naturaleza devoradora de carne que como ogresas les correspondía. Y esto las hacía sufrir terriblemente, pues les bastaba con ver a sus ogritos y ogritas recién nacidos, para que, al encontrarlos tan guapos, sintieran unas irresistibles ganas de comérselos. Por eso, la crianza era para ellas un auténtico infierno.

Como todas las madres, se veían obligadas a bañarlos y a cambiarlos, a darles de comer y a dormirlos, y, como a todas ellas, nada les parecía más hermoso en esos momentos que el bebé que tenían que cuidar y atender. Pero su problema, al contrario que el de las otras madres que existían, humanas y no humanas, era que cuanto más hermosos los veían más apetecibles les resultaban. Y más ganas, por tanto, les entraban de comérselos.

Por eso, no había escena más dolorosa que asistir al momento en que, tras no poder resistirse más, una ogresa finalmente se comía a su hijita, mientras enormes lágrimas corrían por sus mejillas. Dicho así parece una barbaridad, pero puedo aseguraros que no había en el mundo una escena de amor más delicada y tierna. «Qué culpa puedo tener yo —parecían estar diciendo mientras besaban y lamían los huesecillos que iban quedando en la mesa— de que fueras una ogrita tan guapa.»


        El libro comienza con un relato que presenta a madres divididas entre el deseo por el hijo y el deseo por su trabajo vocacional (trapecistas). Y temerosas/deseosas por el destino del deseo de sus hijos.


LAS MADRES TRAPECISTAS


Lo primero que pensaban las madres trapecistas cuando por fin tenían a su bebé en los brazos era que había llegado el momento de abandonar su profesión. Una profesión ciertamente envidiable y hermosa, pero también bastante insensata, que las forzaba a asumir riesgos poco compatibles con aquella nueva responsabilidad, ya que atender a un recién nacido durante las primeras semanas de vida era una de las cosas más absorbentes y llenas de incertidumbres que existían.


De modo que, a su regreso del hospital, anunciaban a bombo y platillo en el circo su propósito de retirarse. Sus compañeros, especialmente los más experimentados, asentían con la cabeza, aun sabiendo, por otros casos como ése, que no debían tomarse demasiado en serio aquella decisión. Es difícil haber probado el aire del trapecio y olvidarse de él. Era como una droga, porque allí arriba, en el trapecio, parecías tener algo de lo que los demás no sabían nada.


Y en efecto, pasados esos primeros meses de atenciones y dulces sobresaltos en que los cuidados de aquel bebé ocupaban todo el tiempo, las trapecistas volvían una tarde a dejarse caer por el circo, y unos días después, como el que no quiere la cosa, estaban de nuevo colgadas en el trapecio. Y, aunque durante las primeras semanas se mostraran demasiado cautas, rehuyendo los números más arriesgados, muy pronto sólo vivían para descubrir esas nuevas formas de hacer posible lo que no lo parece, que es la eterna búsqueda del trapecio. Y poco a poco sus ojos y su piel volvían a adquirir ese brillo incomparable, en todo semejante al que se produce al hacer el amor, que era la causa de su indiscutible poder sobre los hombres. Como si allí arriba, junto a la carpa, llegaran a vivir una vida distinta, una vida que nada tenía que ver con aquella que llevaban en el suelo, ni estaba sujeta a las mismas obligaciones o leyes, y en la que incluso llegaban a olvidarse de sus propios nombres y sus propias familias.


Tal vez por eso, cuando regresaban a sus casas y volvían a encontrarse con sus bebés, les embargaba un sentimiento de culpabilidad que las llevaba a hacer todo lo posible para mantenerlos apartados de aquel mundo lleno de riesgos y de estricta amoralidad que era el mundo vertiginoso del trapecio. Se volvían entonces extremadamente protectoras y los llevaban a colegios de frailes y monjas, tratando de que el día de mañana se inclinaran por alguna de esas profesiones —médicos, maestros, ingenieros de caminos o técnicos de telecomunicaciones— que quieren para sus hijos e hijas los padres y madres normales. Nada que tuviera que ver con aquel mundo de locos maravillosos, de criaturas extrañas y de dulces perversidades, que era el mundo del circo. Pero también esto duraba sólo un tiempo y, sin duda, el día más feliz de la vida de las madres trapecistas era aquel en que, al entrar en la habitación de su hijita para darle las buenas noches, se la encontraban dormida con toda naturalidad en lo alto del armario.


        Otro relato, sobre madres ciegas, muestra que no hay modo de librarse de la castración, de la falta, de las limitaciones y carencias. Y que mejor hacer las paces con lo que falta pues somos seres en falta.



LAS MADRES CIEGAS


Las madres ciegas habrían dado todo lo que tenían y eran por llegar a ver a sus pequeños, aunque sólo fuera un instante que no se pudiera repetir jamás.


Es cierto que ellas tenían los deleites del tacto, los dones indefinibles del gusto y el olfato, que eran diestras en explorar los misteriosos desfiladeros por los que se propagaba el sonido, y que la naturaleza les había dado el arte de trazar esas formas secretas del mundo que componen el mapa de nuestros sueños. Pero ¿cómo eran sus niños de verdad?


Cuando las otras madres hablaban de sus sonrisas encantadoras, ¿a qué se referían? Aún más, ¿qué era exactamente una sonrisa? ¿Cómo eran sus ojos, y qué quería decir que brillaran sus lágrimas? Si ellas reían al verlos correr y moverse, ¿qué era exactamente lo que causaba su embeleso? ¿Llegaban los niños a volar, se subían a los árboles, andaban sobre las manos?


La madre ciega iba guardando todas estas preguntas en su corazón, y
envidiaba a las madres normales, que no necesitaban hacérselas, ya que para ellas todo era sencillo porque los podían ver. Bueno, así había sido siempre en su vida, desde que de pequeñas habían descubierto que las otras niñas tenían un sentido del que ellas carecían, y que el mundo no sólo se podía palpar, olfatear, gustar y oír, sino que también se podía ver, aunque no supieran exactamente en qué consistía esa posibilidad nueva.


Pero se habían acostumbrado a vivir así, e, incluso cuando habían llegado a enamorarse, habían suplido, especialmente gracias a sus insospechadas aptitudes para el tacto, esa importante carencia. Pero ahora no podían seguir haciéndolo, pues era como si la imposibilidad de ver a sus hijos las privara de una parte de su ser, puede que la más encantadora e irresistible, y ya se sabe que el amor quiere la totalidad de lo que ama. Y eran muy desgraciadas por esta razón.


Lo que no sabían es que las madres normales, cuando se las encontraban,no podían dejar de preguntarse cómo se imaginaban ellas a sus propios bebés. ¿Ver con los ojos de una ciega, se preguntaban llenas de indefinibles anhelos, no era la forma suprema del amor? Es verdad que la vista proporcionaba numerosos deleites, pero ¿no era fuente también de numerosas limitaciones? Por ejemplo, las ciegas eran más libres, porque podían imaginar a sus hijos como quisieran y porque para ellas, sobre todo, no existía la fealdad.


Por eso, y en la intimidad de sus habitaciones, muchas noches las madres normales cerraban los ojos y acariciaban y olfateaban a los niños preguntándose cómo sería ese mundo que se abría ante las yemas de los dedos y que sólo las madres ciegas eran capaces de recorrer. Cómo era ese mundo que hacía de su bebé algo parecido a un río sin orillas, a una duna en el desierto, a un golpe de viento cargado de aromas nuevos, al sabor de una fruta jamás probada, y cuyos gritos y parloteos se confundían con las llamadas de los animales ocultos. Y por qué la naturaleza no les había dado a ellas, como a las madres ciegas, la capacidad de perseguir ese cuerpo infinitamente moldeable, de indefinibles formas, que era el cuerpo siempre inagotable y nuevo que reclamaba el amor para cumplirse.



2003, 2010 y 2018

Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica