-No deja de considerar las excepciones.
-No da consejos, no dice lo que hay que hacer. Los pacientes acuden ya atiborrados de consejos (de familiares, amistades, internet, libros de autoayuda, etc.).
-No tiene un “manual de pautas de normalidad” al cual tengan que ajustarse los pacientes.
-No discute mediante argumentaciones, pues solo pertenecen a lo consciente.
-No apela a los propósitos positivos, buenas intenciones y fuerza de voluntad. Todo eso es consciente, está archisabido y mil veces probado por los pacientes, y no les sirve.
-No se limita a escuchar lo obvio de las palabras del paciente.
-No manda deberes para casa.
-No mide al paciente ni lo encierra en etiquetas diagnósticas.
-No saca la guadaña para cortar el síntoma de cuajo sin escuchar las verdades del sujeto que palpitan en él. Más que a los síntomas, trata al sujeto que los porta. Así, la cura podrá darse por añadidura en el trabajo terapéutico.
-No trabaja con el sentido común ni engorda de sentidos inútiles el padecimiento de los pacientes.
-No da por supuesto qué significa lo que le dicen. Por ej., si le dicen “se me pusieron los nervios en punta”, pregunta qué es eso para ese paciente en particular.
-No hace técnicas de regresión ni hipnotiza.
-No impone un orden cronológico en el relato del paciente ni le impone los temas.
-No le da al paciente la solución al laberinto, sino que le ayuda a explorarlo y elaborarlo, tanto para que él construya sus soluciones como para que sepa salir la próxima vez (o para que no se vuelva a meter o para que transite laberintos menos sintomáticos). Como dice el poeta José Bergamín: “El que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y, aunque la encuentre, saldrá sin haberlo entendido”; esta salida en falso no le permitiría salir de nuevo cuando se metiera otra vez en el laberinto.