El hombre no ha amado jamás a una mujer. No ha podido consentírselo porque teme que si da un dedo, le tomarán la mano, le agarrarán el brazo, le arrancarán el corazón y le masticarán el cerebro.
También le amedrenta, si amara a una mujer, la posibilidad de perderla algún día, y quiere eludir ese dolor: es mejor no amar que perder un amor.
Le aterroriza la sospecha de que su deseo de amor es quizá tan intenso, que si le abriera un resquicio, devendría tornado arrasador e ingobernable.
Cree que si amara a una mujer, dependería de ella hasta el extremo de donarle su libertad. Entonces se convertiría en su marioneta, y sin querer vivir así, ya no sabría vivir de otro modo.
¿Y si se permite enamorarse de una mujer, y ésta no se enamora de él? Mejor estar solo sin haber intentado no estarlo, que solo y rechazado.
Si amara a una mujer, tendría relaciones sexuales, y eso, aunque lo desea, le espanta. Se conforma con la vibrátil vagina portátil que se ha traído aquí. Prefiere manejar él mismo un sexo sin mujer, a que una mujer lo maneje con su sexo.
Anhela un amor absoluto con una mujer, ser aceptado totalmente por ella, y sentirse completamente satisfecho con su amor. Ante la imposibilidad de tal aspiración, mejor una soledad perfecta que un amor imperfecto.
Por todo ello y mucho más, se encierra aquí para no necesitar nada, para no necesitar a nadie. Pero tampoco le vale.