En este cuento intento acercarme a quien puede quedar fuera de foco en una familia. En este caso, a un niño cuyo hermano menor tiene síndrome de Down.
Dos años tenía yo cuando nació Aitor, mi único hermano, mi hermano retrasado. Han transcurrido catorce años, aunque parece que para Aitor, mi hermano raro, el tiempo viaja con el pie en el freno: es como si para él hubieran pasado tan sólo cinco o seis años. Vive a cámara lenta; eso es lo normal en él: no se puede apretar la tecla del play, como en el video de casa, para que retorne a la velocidad normal, puesto que él, tal y como está, es como es.
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I
“En conclusión, su hijo tiene el síndrome de Down”, sentenció el médico al poco de nacer Aitor. Muchos años después, mi madre me contó cómo recibieron la noticia: huyeron del hospital abandonando allí a Aitor, mi hermano mongólico. Dos días con sus noches tardaron en decidirse a llevarlo a casa.
II
“En Aitor hay cosas distintas a los demás niños”, me dice mi madre que me dijo cuando yo tenía unos seis años. Yo ya le había preguntado hacía mucho por sus extrañas facciones y por lo callado que era.
-A tu hermanito -continuó mi madre- le cuesta más aprender las cosas. Necesita un cuidado especial y mucha ayuda.
-¿Está malito Aitor, mamá?
-No es eso, hijo, no.
-¿Se va a ir al cielo?
-No, se queda con nosotros, aunque sea un niño diferente a los demás. Lo que importa es que es muy bueno, que le queremos y que necesita que le cuidemos mucho.
-Ah.
-Sí.
-¿Y yo?
-Tú eres como los demás chicos.
-Sí... Yo quiero que me cuides, mamá.
-¡Claro que sí! Papá y yo no vamos a dejar de estar contigo, hijo. ¿Cómo puedes pensar que ...? Anda, ven aquí -me abrazó. Ahora sé que no cumplió su palabra: muchas veces me he sentido abandonado, apartado, marginado, solo, solo, solo. Aitor, mi retrasado hermano mongólico, se lo llevaba casi todo.
-¿Le quieres a él más que a mí, mamá? -yo sentía que sí.
-A los dos os quiero igual, no, diferente, pero no más ni menos. Lo que pasa es que Aitor nos necesita más -se refería a ella y a mi padre, a pesar de que casi no lo veíamos por su trabajo.
-Yo quiero que estés conmigo, mamá.
-Sí, hijo, sí. Y otra cosa: no te debes avergonzar nunca de Aitor porque no hay nada de lo que avergonzarse.
-Ya.
-Claro.
-¿Y por qué le ha hecho Jesusito así? Aitor estará muy triste y lo pasará muy mal...
-Seguramente Jesusito le ha hecho así porque a él, en verdad, no le va a importar en su vida.
-¿Por qué, mamá?
-Porque cuando crezca, Jesusito le dará fuerzas para que no le importe. Y nosotros le tenemos que ayudar para eso y para mucho más.
-¿Y a mí me importará?
-¿El qué?
-Que Aitor sea así, peor que los otros niños.
-No peor, sólo distinto, con mayores dificultades. Y a ti no te importará, si tienes paciencia con él.
-Mamá, me voy un rato a jugar con Aitor.
Corrí hasta el cuarto de estar. Vi a Aitor en un rincón con unos juguetes. Nos pusimos a destrozar entre los dos un animal de peluche muy grande. Aún estaba en la edad en que me encantaba jugar con él. Le quería mucho. Después llegaron las complicaciones.
III
“Aitor no es como nosotros”, dije a mis amigos. Me habían visto con él. Varios de ellos lo conocían. Yo tenía unos 8 años.
-Es como bobo -dijo Carlos.
-No, no, es que todo es más difícil para él, y por eso está con retraso y parece tonto, pero no es tonto -les expliqué, muy sabida la lección.
-¡Es un baboso-culo-de-vaso! -chilló Nacho, el abusón del grupo. Se puso a cantarlo una y otra vez, mientras algunos se convirtieron en su coro. Sentí ganas de emprenderla a puñetazos.
Me avergoncé de no atreverme a responder a los insultos. Tras un rato, jugamos un partido de fútbol como si tal cosa. Cuando regresé a casa me tiré en la cama y lloré. Y durante la cena me peleé con Aitor, mi hermano tonto y baboso y cabrón y culpable de mis malos ratos y con gafas de culo de jarra.
IV
“Tú no eres como yo: yo soy un acojonao. Perdón, Aitor. Lo que he hecho está fatal. No volveré hacerlo”, me disculpé aquel día, hace unos tres años, tumbados en el lodazal.
A veces algunos de mis amigos se mofaban de Aitor, mi hermano subnormal. Yo me limitaba a apartarlo de su camino para ahorrarle un mal trago. El temor me impedía oponerme directamente a ellos. Además, no quería perder a mis amigos, por muy lerdos que fueran unos pocos que arrastraban al resto. Aquel día fue el único en mi vida que me uní a sus burlas.
Yo había salido con Aitor, mi hermano mal hecho, a dar una vuelta por el parque, embarrado por la lluvia caída durante la noche. Nos encontramos con varios de mis amigos. Empezaron a insultarle, y a mí me llamaron “papaíto”. Les pedí que nos dejaran en paz. Ellos insistían. Me envalentoné y le planté cara a Nacho, el gallito. Me agarró por el cogote. Otros dos me inmovilizaron los brazos. Aitor lloraba y vociferaba frente a nosotros. Nos colocaron por la fuerza cara a cara, muy juntos.
- ¡Venga, dile que es un gilipollas y un subnormal! -me gritaba Nacho.
-¡Eso lo serás tú! -no me daba por vencido. Aquel día me sentía con fuerzas para oponerme a ellos.
-¡Si serás capullo...! -chilló Nacho clavándome un rodillazo en la espalda.
-¡Ayayay!
Un rodillazo tras otro.
No resistí más. Miré a mi hermano y le dije:
-Eres tonto. No sirves para nada. So imbécil-gilipollas-subnormal. Sólo sirves para fastidiarme. Estoy harto de ti. Mejor estarías muerto y machacao. Mejor que nunca hubieras nacido. ¡Te odio!
Los chicos se marcharon. Aitor sollozaba hecho un ovillo en el barrizal. Me tendí a su lado y le pedí perdón. Me di cuenta de que le había dicho mucho más de lo me habían obligado. ¡Cuánto le habría dolido a Aitor! ¡Cómo me salió de verdad a mí! Me acurruqué junto a él y le susurré palabras bonitas al oído. Creo que aquel día comencé a sentir que le quiero.
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Ay, el día que cumplí diez años. Por entonces, Aitor, mi hermano hueco de la cabeza, todavía era mi enemigo. Yo me forzaba a ser bueno con él porque mis padres me repetían que tenía que tratarle mejor que a nadie en el mundo. Necesitaba que le dedicáramos interminable tiempo y esfuerzo. Incapaz de ser útil como esclavo, mis padres lo habían hecho el Rey, mientras yo había sido rebajado a siervo suyo, prisionero de sus miserias. Como mis padres vivían cautivos y cautivados por mi hermano, ¿qué me quedaba a mí?
Me resisto a recordar lo que pasó cuando cumplí los diez: mi hermano, el idiota, atragantado con un caramelo. Los dos solos en el dormitorio. Mis padres en el salón. Aitor, mi hermano anormal, congestionado. Sin respiración. Hincando los ojos desbocados en los míos. Morado. Con arcadas. Clavadas las uñas en mis brazos. Y yo, paralizado, sin avisar a mis padres, sin intentar nada por él (mi hermano-monstruo-codicioso-que-todo-lo-devora), pero no por sentirme asustado, sino porque deseaba que dejara de respirar para siempre, que me dejara en paz, que me devolviera a mis padres, que sufriera más que nadie, que le reventaran los pulmones en mil plumas, que se le descuajeringara el corazón, ¡que se jodiera hasta el fin!... y nunca más Aitor, jamás de los jamases.
Menos mal que entró mi padre. Me arrancó de Aitor y le golpeó en el pecho hasta que expulsó el caramelo. Mi madre apareció corriendo y lo abrazó. Mi padre me miró y me pegó una somanta de hostias.
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Mi madre delegó en mí parte de la educación de Aitor, mi hermano defectuoso. Por ejemplo, yo le enseñé a hacer caca donde se debe. Él tenía unos cuatro años y yo unos seis. Mi madre descubrió que teníamos ambos un horario muy parecido de cacas: yo en el retrete y él en los calzoncillos o en los pañales. Así que cuando yo me sentaba en el retrete, le colocaba a Aitor a mi lado en un orinal. Poco a poco, conseguí que cagara a la vez que yo. Como un juego: yo exageraba los ruidos de hacer fuerzas y él me imitaba. Me quedaba en silencio al caer el chorongo, oyéndose el plop en el agua del retrete; Aitor cerraba la boca y escuchaba el plac al caer sus cacurrionas en el orinal. Disfrutábamos mucho.
Una de mis ocurrencias fue un concurso que yo solía ganar: pesábamos nuestras respectivas cacas (yo rescataba las mías del retrete con un redeño para quisquillas; Aitor, del orinal, con una cuchara sopera), pinchadas con el mango de nuestros cepillos de dientes de diferente color para evitar riesgo de confusión, aunque aquello enseguida nos lo prohibió mi madre. Otro juego que ideé consistía en tragarnos objetos para luego buscarlos en las cacas. Ganaba quien antes los encontrara, lo que dependía de la rapidez manual de desmenuzamiento, y quien más cogiera, para lo que era conveniente tragarse el mayor número posible. No se me olvida la ocasión en que me venció por paliza: más de media docena de perlas de collar, varias pesetas, unas tuercas, la llavecita de mi hucha y no sé qué más. ¡Y qué bronca me echó mi madre cuando descubrió que jugábamos al “traga-caga”!
Otro día, mi madre me pilló haciendo mis cosas sobre el orinal y a Aitor con lo suyo en el retrete. A partir de ese momento, no volvimos a hacer cacas juntos.
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Pronto comencé a aburrirme de jugar con Aitor, mi hermano discapacitado. Por una parte, tardaba mucho en aprender a hablar como yo; por otra, no alcanzaba a comprender juegos que yo le proponía. Discurrrían los años y sus compañeros de juego eran niños con el síndrome y otros normales pero menores que él. En cambio, entre él y yo se abría un abismo.
Cuando jugaba con él en casa, casi siempre era por hacerle un favor. Me hartaba, pero mi madre insistía : “hazlo por él, cariño”. Cuando me negaba, me acusaba: “¿Acaso no le quieres?”. “Sí, mamá, sí.” “Pues vete a jugar con él.” ¡Cuántas veces he deseado cambiarlo por un hermano con el que pudiera jugar de igual a igual! ¡Cuántas veces me he sentido como un hijo maltrecho con una joroba llamada Aitor! Y mi madre, dale que te pego: “acompáñale hoy a la escuela; vete a recogerle a la salida; llévale a comprar regalices; ayúdale a vestirse; quédate con tu hermano en casa esta tarde; enséñale a hacer los deberes; vigìlale...”. Mi madre: mi sargento. (¿Dónde mi mamá?) Mi padre: un cero a la izquierda, muerto en vida. (¿Dónde mi papá?) Yo: el recogepelotas de mi hermano achorrao, el saco de basura de mi madre y el huérfano de un padre que está sin estar. ¡Tanto tiempo sintiéndome así, como la mierda de la familia! A nadie extrañe, pues, lo que hice el día que cumplí los diez, cuando mi hermano se atragantó con el caramelo: es lo menos que se merecían todos. Eso pensaba entonces.
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Aitor, mi hermano masa de carne, acudía a una escuela especial. Un fin de curso organizaron una fiesta para las familias. Uno de los actos era una obra de teatro. A sus once años, representaba a un viejo de lo menos ochenta: barbas blancas hasta el suelo, boina calada hasta las cejas, un raído gabán hasta los pies y un bastón. Caminaba encorvado por el escenario, pasito a pasito, todo el cuerpo temblequeando. ¡Qué bien lo hacía! Qué risas, sobre todo, con sus cortos diálogos: chillaba con voz cascada y vibrátil, apartando intermitentemente la vista del interlocutor hacia el patio de butacas, buscándonos a mi madre y a mí (nuestro padre, fuera, en viaje de trabajo). En otra escena, se pisó la barba. No se cayó pero se le enredó en un pie. Pues bien, fue capaz de proseguir como si tal cosa, a pesar de que, a cada paso que daba, la barba se enrollaba más y le estiraba más y más. Acabó la escena con la boca casi a la altura de las rodillas; aun así, no interrumpió su diálogo. ¡Vaya estruendo de aplausos! Aquel día me sentí orgulloso de él.
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Voy a disparar ahora un misil cargado de acusaciones, lamentos, angustias y ensangrentados garfios interrogantes. ¡Sin contemplaciones! Tú, que me estás leyendo con el culo limpio, fregado y cepillado, te vas a ir a mi mierda.
I
¡Me agotas, Aitor! Tú siempre primero. Todos los días he tenido que sacrificarme por ti. ¿Y yo qué? ¿Y lo que yo quiero, qué? Nada. A joderme. Todo para ti. Todos para ti. Me has tomado como otro padre. No me has dejado ser niño ni hermano tuyo. Me has enjaulado. Solo podía salir cuando no me necesitabas. He perdido amigos por tu culpa. Me han insultado por ti. Me han pegado por ti. Mamá y papá me han olvidado por ti. Cada logro tuyo era celebrado por todo lo alto; en cambio, mis méritos los consideraban exclusivamente como un deber cumplido, puesto que presuponían que yo tenía que hacer todo bien en todo momento. Cada vez que yo hacía algo mal, aunque solo fuera una metedura de pata, me granizaban broncas descomunales. El plato de las felicitaciones se vaciaba contigo; a mí me arrojaban las espinas, los bordes quemados, los nervios... y el plato a la cabeza. Yo, el apestado. Y todo esto no habría sucedido si tú no existieras o, al menos, si no fueras un puto subnormal.
II
¿Por qué me desprecias, mamá? ¿Qué te he hecho yo? ¿Qué es lo que te repele de mí? ¿Por qué estás en guerra conmigo? ¿Por qué me tratas como a un felpudo? ¿Por qué te portas como si Aitor fuera tu único hijo? ¿Por qué no paras de darme órdenes? ¿Por qué me provocas tanto terror? Tan mortificadora, exigente, vengativa, carcelera, chantajista, jode-niños. ¡A mí me has jodido, mamá, me has desgraciado entero! ¡Hija de puta! Te odio por no quererme, por no mimarme, por no arroparme en la cama, por no abrazarme cuando gané el campeonato de tenis del colegio, por no ir a verme a disputar la final, por impedirme competir en la fase provincial a la que había accedido por mi victoria, por no valorar mis notas, por no agradecerme todo lo que hago por Aitor, por obligarme a hacer tanto por él, por coaccionarme a atenderle mientras tú descansas o te marchas con tus amigas, por forzarme a dar mil y un plantones a mis amigos para quedarme con él, por ser injusta conmigo, por presionarme constantemente, por abrumarme hasta hacerme sentir culpable de todos los males, por torturarme con tus reproches, por lo del día que cumplí diez años, por dedicar tanto amor al imbécil de mi hermano, por odiarme y por arrastrarme a odiarme.
III
Papá, ¿en dónde cojones te metes? Vives con nosotros pero en la vida estás con nosotros. Es como si estuvieras enterrado en vida. Sé que duermes al lado de mi cuarto, que ves la televisión sin mirarme, que abres la boca en la mesa solo para comer, que casi nunca me preguntas por mi vida... No exagero, papá. Te detesto por ser un cadáver conmigo, por no ofrecerme nada, por no querer nada de mí, por escurrir el bulto ante cualquier dificultad en la familia, por ser un cobarde y un cabronazo egoísta.
**********
Antes de cumplir diez años, comencé a sacar malas notas por primera vez, pero fue mucho más que eso. Me sentía hundido en un maremoto, ahogándome lentamente. No hallaba ninguna explicación. No sabía qué hacer. Sin ganas de hacer nada, sin apetito, sin poder conciliar el sueño. Chapoteando en cloacas. Pudriéndome. Triturado. Perdido. Sin horizonte.
En fin, me he negado a lo largo de toda esta historia a pasear por la verdad del día que cumplí diez años.
Voy a dejar de intentar grabar el recuerdo de lo que aquí he dicho que pasó. Soy un farsante: mentí cuando conté que, el día de mi décimo cumpleaños, dejé que Aitor fuera asfixiándose con aquel caramelo de los demonios.
Es cierto que se atragantó, pero le ayudé y enseguida pudo tragar.
Es cierto que mi padre me atizó -nada más que un capón, no una paliza-, pero fue sólo porque yo había permitido que Aitor comiera esos caramelos infernales.
Con todo, lo que sí es cierto es que lo deseé. Me lo imaginé como lo he contado, dejando que se ahogara lentamente. Me aterrorizó verme como el ser más malo del mundo.
Lo que sucedió es que intenté matarme. Me tragué una caja entera de aspirinas y no sé cuantas pastillas de la caja de medicinas de mis padres. Esa era la única salida.
Atiborrado de todas esas porquerías que encontré, me tumbé en el rincón que hay detrás del retrete. A esperar.
Temblaba sin parar. El pánico de triunfar: ¡Que se jodieran todos!
Lo siguiente que recuerdo es el hospital. Sombras, siluetas, pesadillas. Y padres y madres y hermanos que me apretujaban entre los brazos. Ya no quería morirme. No obstante, no me arrepentí de haber intentado suicidarme: ¡Mamá me estaba cuidando!
Tiempo después, he ido comprendiendo. Poco a poco, voy aceptando mi vida como es, y a los demás como son. Voy admitiendo y reconociendo mis sentimientos. No dejo que se pasen conmigo. No solo doy, también pido para mí. ¡Aquí estoy yo!
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Hoy en día, Aitor, mi hermano, a secas, es un gran amigo mío. Disfruto de muy buenos ratos con él. No más, no menos: en la justa medida que a mí me sale del corazón. Tanto él como yo, según nuestras posibilidades, según nuestros amores y nuestros odios.