(Miniartículo seguido de una ampliación en que cedo la palabra a Esther Tusquets. Los títulos de los apartados son míos.)
“Lo importante es ser amado, y el niño que se siente querido de pequeño puede con todo. Yo no me sentí querida [por mi madre] y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez”. Así dice la escritora y editora Esther Tusquets (nacida en Barcelona en 1936) en una entrevista con motivo de la publicación de Habíamos ganado la guerra (2007). En estas memorias narra su vida de los 3 a los 20 años.
(Nota: el resto de citas, salvo que se indique otra fuente, pertenecen a Habíamos ganado la guerra.)
Los extremos se tocan. Una madre (o un padre) del exceso o del defecto pone la situación complicada a los hijos. Ahora bien, resultará clave el modo particular en que cada hijo haga con eso.
Excesos maternales: sobreprotección, anulación del hijo, fusión con el hijo, intolerancia al proceso paulatino de separación, volcarse en un hijo por no dejar entrar al padre en la relación y por no albergar deseo por el padre, hablar en lugar del hijo, no reconocer los deseos propios y diferenciados del hijo, considerar al hijo como una parte de sí misma o como un instrumento, pretender abocar al hijo al destino que ella anhela para él, etc.
Muchos de estos puntos (así como otros que mencionaré) son inconscientes. Por eso, puede haber madres, padres e hijos que incurran en esas posiciones pero que no sean capaces de darse por aludidos.
Por otra parte, la cita inicial apunta al otro extremo de lo maternal: desentenderse del hijo, darle un lugar mínimo en su deseo, aparcar al hijo incesantemente, entregarlo al padre o a otros por no querer saber de él, sentir un interés ínfimo por sus venturas o desventuras, indiferencia, no transmitirle amor, no aceptarlo, etc.
Esta carencia maternal aumenta la probabilidad de que algunos de esos hijos sean adultos con una sed insaciable de amor y reconocimiento (no sólo de la madre sino también de los otros importantes de su vida). Con dificultades para amar y para concederse el derecho de amar. Con diversos síntomas. Con una hiperexigencia por que se les demuestre amor únicamente del modo exacto en que esperan recibirlo. “Toda la vida mendigando amor.” Hijos lanzados por la cuesta abajo de la pretensión de recuperar ese amor maternal no recibido o no percibido... que es irrecuperable.
El problema se presenta cuando un sujeto persiste en intentar cambiar a la madre para que, al fin, lo quiera... o lo quiera como quiere ser querido. El problema se redobla cuando hace lo mismo con la pareja o con otras personas significativas. Se instala así en la mazmorra quejosa de la insatisfacción y de la culpabilización de los otros. Así, se lava las manos y se sube al pedestal de Gran Víctima.
La vía de la curación sólo se abrirá cuando se responsabilice de qué hizo con lo que le hicieron y de qué hace para no levar el ancla de ese pasado al que sigue enganchado. En ocasiones, será necesario un tratamiento psicológico para desvelar los bloqueos, los sufrimientos y las satisfacciones inconscientes que están en juego.
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Ese “dichoso” impulso inconsciente a la desdicha
“He conocido casos de vocaciones intensas y obstinadas, pero ninguna superaba la vocación de tía Sara por la miseria y la desgracia. Me llevó tiempo entender, de niña, que el afán por conseguir la desdicha pudiera ser tan poderoso como la búsqueda de la felicidad. (...)”
Presencia y ausencia de la madre
Cuando Esther Tusquets era una niña pequeña (en torno a tres años), la madre salía a menudo con ella por las mañanas. Pero a las tardes no se la llevaba: “Yo le daba un beso de despedida en el recibidor, ya con las lágrimas rodándome por las mejillas, y me quedaba largo rato sentada allí, debajo de la fotografía de Franco, llorando sin ruido. Aprendí ya entonces que la soledad no consistía siempre en no tener a nadie al lado: mi soledad consistía puramente en estar sin mamá, la soledad consiste simplemente en la ausencia de la persona amada. (...)”
Relación entre el padre y la madre: ni deseo ni amor por parte de la madre
“Mi padre habría podido ser un excelente marido para muchas mujeres, pero no para mi madre, que no sólo no estaba enamorada de él, sino a quien ni siquiera le gustaba. Su propio padre, pensaba ella, tan mujeriego, (...), debería haberle advertido de que no era seguro que, como decían todos, el amor fuera algo que venía después. (...)”
“Uno de los amigos de mi madre, supongo que fue a lo largo de toda la vida su amante, aunque nunca me lo confesó, y la verdad es que a mí no me importaba que tuviera un amante o varios, o quiénes fuesen, ¿por qué iba a importarme, si era obvio, y eso sí lo confesaba, y eso sí era grave, que no había querido nunca a mi padre? Sólo me sorprendía que hubiera ido a enamorarse de un tipo tan convencional, tan poco interesante, tan poco ‘romántico’, que no se parecía en nada a los amantes de las heroínas de las novelas. Y me ha intrigado hasta hoy saber cómo lo llevaba mi padre, que nunca hizo la menor alusión a ello. (...)”
Un hada madrina, menos mal
“Mi gran enamoramiento fue mi otra tía materna, el ‘hada’ buena de mi infancia, tía Blanca [hermana de tía Sara]. La amé apasionadamente durante años. Con todas las características del amor, salvo el deseo físico, que en mí despertó muy tarde, mucho más tarde de lo normal. Me encantaba mirarla, escucharla, estar a su lado, ir con ella de tiendas (...) En verano esperaba sus cartas con la misma ansiedad con que esperaría más adelante las de los hombres y mujeres amados, y las que yo le escribía eran genuinas cartas de amor. (...) Yo no quería a la gente, yo me enamoraba. (...)
En relación a mí, debo a Blanca los mejores momentos de mi infancia (...) y a tía Sara algunos de los más amargos. (...)”
Tocar fondo: En contra de la madre a través de ponerse en contra de sí misma (autolesiones).
De complacerla en vano para ser aceptada a la lucha feroz por irritarla y decepcionarla aún más si cabe
“Después de tantos años, ahora que mi madre ha muerto y yo soy una anciana [71 años], reconozco que no fue la mejor de las madres, que no fue, desde luego, la madre que yo necesitaba, pero que yo era a mi vez una niña difícil (con mi timidez, mis miedos, mis problemas para relacionarme con otros niños, mi susceptibilidad), y que a partir de cierto momento parecí encontrar cierto placer en decepcionarla.(...)”
“A lo largo de mi vida he tocado fondo muchas veces. Tocar fondo significa estar hundida en la más siniestra miseria y no vislumbrar posibilidad de salir a flote, no sentirte capaz del enérgico taconazo que te haría emerger tal vez a la superficie, ni abrigar la esperanza de que una mano amiga baje en tu ayuda.
La verdad es que yo nunca me había sentido orgullosa de mí misma. Es difícil sentirse orgulloso de uno mismo cuando eres consciente de que no te pareces a la hija que tu madre hubiera querido tener. Ante la desaprobación de una madre caben dos respuestas, y yo las intenté las dos: esforzarte por cambiar y conseguir complacerla, ser aceptada, o ponerte a la contra y acentuar todo aquello que la irrita de ti, lo cual te lleva a una lucha feroz, de la que a menudo no eres consciente, que ni siquiera sabes que va contra ella, y que tampoco se sabe a quién hace más daño.
Mi madre apreciaba en mí algunas cualidades, y me halagaba que entre ellas figuraran la inteligencia (aunque fuera un tipo de inteligencia que no servía para resolver las cuestiones prácticas: era una niña muy inteligente pero nada lista) y la sensibilidad (aunque degenerara en una hipersensibilidad enfermiza que nos complicaba la existencia). Creía también en otra cualidad que yo no estaba en absoluto segura de poseer: una honestidad a toda prueba, ligada a una exquisita elegancia moral, siempre propensa mamá a identificar la ética con la estética. En una de las cartas que me escribió uno de los veranos que pasé sola en el extranjero, me decía: ‘Sé que no eres capaz de cometer, ni con el pensamiento, la menor bajeza’. Quedé aterrada, porque me sabía, en según qué circunstancias, capaz de cometer (con el pensamiento, de palabra y de obra) bajezas importantes. (...)”
“Desde muy pequeña me había destrozado la piel con las uñas, convirtiendo un pequeño rasguño o la picadura de un insecto en heridas considerables, que me han dejado las piernas llenas de cicatrices. Luego (...) empecé a hacer algo bastante extraño: arrancarme las pestañas. Las tenía muy bonitas, como también tenía muy bonita la piel. En las cicatrices de las piernas no tenía nada que ver mamá, pero la destrucción de mis pestañas supuso un grave conflicto entre las dos. Yo no podía dejar de arrancarlas, no podía, ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido. Y descubrí que, no sólo era capaz de cualquier bajeza, sino que había cosas en mí contra las que no cabía luchar. Mi madre se enfadaba muchísimo, porque no entendía que en un ser humano no fuera siempre la voluntad lo más fuerte, (...), y yo le tenía muchísimo miedo, en aquel entonces todavía le tenía muchísimo miedo. (...) No recuerdo cuándo terminó aquella locura, pero mis pestañas nunca volvieron a ser lo que habían sido. Tardé años, muchísimos, en sospechar que aquel extraño afán autodestructivo podía ser un torpe intento de venganza contra mamá, por quererme tan distinta de cómo yo era, o contra mí misma, por defraudarla una y otra vez.”
Tocar fondo: Bulimia, atracones.
Actos dañinos desesperados que desconciertan y desesperan a la madre
“Pero lo que me hizo tocar fondo de verdad, y por primera vez en mi vida, lo que me dio para siempre la medida de mis limitaciones y me hizo, por suerte, aceptarlas (y aceptar y entender como consecuencia las limitaciones de los otros, aceptarlo y entenderlo todo menos la crueldad deliberada) tuvo lugar cuando regresé de Alemania al terminar el verano que siguió al último curso de bachillerato. Volví hecha un desastre: las uñas mordidas, el pelo sucio, la ropa más sucia todavía, y gorda. Lo peor, y lo que desesperó a mamá, fue que hubiera engordado. Me puso enseguida a régimen, y estuve absolutamente de acuerdo. Aunque no era partidaria de la extrema delgadez que empezaban a propugnar las revistas de modas [en los años 50], y aunque mi aspecto (...) no me importaba gran cosa, no me gustaba ni pizca estar gorda. Pero ocurrió algo que nadie entendió, y yo menos que nadie. Entonces no se hablaba de anorexia ni de bulimia. Hoy me habrían diagnosticado bulimia y no sé qué hubieran hecho. Al menos habría quedado claro que se trataba de una enfermedad. Nosotros caímos en todas las torpezas. De golpe empecé a comer con la misma voracidad, con la misma ferocidad, con que me había arrancado las pestañas. No era un acto placentero, era un acto desesperado. Me sentía miserable. Mis padres me controlaban el dinero, me controlaban el tiempo, pidieron en la pastelería contigua a casa que no me fiaran... Y yo, en los momentos de sensatez, estaba de acuerdo con ellos. Pero les era imposible controlarme (tenía dieciocho años, había ingresado en la universidad) y a mí me era imposible controlarme a mí misma. Igual que el alcohólico, o que el drogadicto o que el ludópata, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir el objeto de mi adicción. Yo, que no había mentido nunca, mentía ahora sin parar. (...)”
Poder amar
“En el cursillo del servicio social obligatorio (...) conocí a Mercedes [una de las profesoras de ‘formación del espíritu nacional’], a la que iba a amar hasta la muerte y más allá de la muerte, la primera de las dos personas (iban a ser dos, ella y, años más tarde, Esteban [marido -no el primero- y padre de sus dos hijos]) que me llevarían a aceptarme plenamente tal cual era, y a reconciliarme conmigo misma y con el mundo, supliendo los huecos y carencias que había dejado mi madre. (...)”
Alejarse de la perfección es tolerar y comprender
“Cuanto más lejos me sentía de la perfección, mayores eran mi tolerancia y mi capacidad de comprender a los demás. (...)"
Una pizca de madurez. Autoaceptación. Basta de lamentaciones.
Jugar lo mejor posible con las cartas que te tocan (no se puede elegir a los padres, te tocan, pero sí se puede elegir saber qué hacer con eso)
[A los 20 años, al salirse de Falange.] “Creo que había alcanzado una pizca de madurez, quizá la única cantidad de madurez de la que soy capaz. Me había aceptado a mí misma. No iba a seguir lamentándome por no ser la mujer que mi madre hubiera deseado como hija, ni tal vez la que yo misma hubiera querido ser. Eso ya no importaba demasiado, porque sabía que, siendo como era, había sido muy amada y sería muy amada en el futuro, y era la aceptación de otros la que hacía que yo me aceptara también. La vida me había dado unas cartas determinadas, y habría que jugarlas lo mejor posible. Me sabía capaz de bajezas, mezquindades, cobardías, adicciones, de pecar de pensamiento, palabra y obra, no sólo contra la ética, sino, y era peor, contra la estética, y esto me obligaba a ser tolerante y comprensiva con los demás. (...)”
Adoración, odio y desamor por la madre: conflicto no cancelado.
Un persistente secreto (una autocensura consciente) con el psicoanalista, que podría bloquear la curación
“He escrito mucho sobre mi madre, a veces me parece que sólo he escrito sobre mi madre, o contra mi madre, sin lograr nunca cancelar el conflicto, pasar página, quedar en paz. La adoré de pequeña. La detesté a ratos. La admiré y la temí casi hasta el final. Todo lo que amo aprendí a amarlo de ella. El mar, los animales, el arte, los libros. Pero también le debo a ella mis frustraciones y mi inseguridad. Me dijo cosas tan aparentemente inocentes pero tan terribles, tan demoledoras para mi autoestima, que moriría antes de repetirlas. Lo sabía cuando me psicoanalizaba, sabía que era inútil estar tumbada allí contando sueños y jugando a asociar libremente, si no tenía la más remota intención de afrontar en serio lo que había sido mi relación con mamá. La frustración permanente, la herida siempre abierta. El desamor.
¿Asociación libre de palabras? Nunca la hice. Pero si el Mago, mi psicoanalista argentino, hubiera dicho ‘madre’, y por un momento hubiera fallado mi censura, la respuesta habría sido ‘desamor’.
Muchas personas se obstinan en convencerme de que sí me quería, de que quizá no lo demostraba pero sí me quería. Y creo que, aunque en ocasiones la tratara mal, estuve esperando hasta el fin un gesto de ternura que no había de llegar nunca. Hubo un último intento por mi parte. El día que me contó que tenía párkinson y se echó a llorar desconsolada, le dije una palabra cariñosa y traté de acariciarle la mejilla. En aquel momento la amé como la había amado de niña. Y me rechazó. Retiró la cara, apartó mi mano, me dirigió una mirada de extrañeza. Me sentí ridícula y absurda.
Ese desamor se superó luego, claro, cuando otros amores vinieron a suplir el que me faltaba, pero en la infancia estaba allí, y tenía una fuerza enorme. (...)”
“La seguí adorando durante mucho tiempo. A veces, muchísimos años después, cuando nuestra relación se había malogrado sin remedio, mamá se preguntaba, o me preguntaba, en qué momento había dejado de quererla, y yo no sé si era tan sencillo, si podía calificarse de dejar de quererla el cambio de mis sentimientos hacia ella, pero sí sé que la había querido con locura. (...)”