Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica
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PÉRDIDAS Y DUELOS: TESTIMONIOS ESCRITOS
(30-X-2018)

Pérdidas y duelos:

Testimonios escritos

 

 

Ernesto Maruri

 

 

Conferencia pronunciada en Pamplona el 30 de octubre de 2018.

Organizada por el Ateneo Navarro

para un ciclo sobre

Narrativas personales o géneros del yo

 

 

 

 

1

 

 

         Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. (…) Aguanto y trago saliva.

 

         Son las primeras palabras de un librito publicado por C. S. Lewis en 1961: Una pena en observación. Narra el duelo por la muerte anunciada de Helen Joy Davidman, su mujer. Lewis comenzó a escribir estas notas menos de un mes después de su muerte. Murió en julio de 1960 a los 45 años de un cáncer diagnosticado cinco años antes. Él tenía 61 y morirá poco más de dos años después de insuficiencia renal.

         Ambos eran escritores. Él, profesor de lengua y literatura inglesa en la Universidad de Oxford, amigo de Tolkien y más conocido por las siete novelas de Las Crónicas de Narnia (1950-1956) que por sus ensayos, como La alegoría del amor (1936), El problema del dolor (1940)…

         Se conocieron en 1952. Lewis vivía con su hermano y no había amado a ninguna mujer hasta que apareció Joy. Si Lewis no hubiera soportado la idea de volver a perder a un ser amado, no habría podido hacer pareja con ella.

Se casaron en abril de 1956. En octubre de ese año, a ella le diagnostican cáncer de hueso. En noviembre, Lewis escribe en una carta a un amigo: Puedo ser pronto, en rápida sucesión, un novio y un viudo. Al año siguiente, los médicos les dicen que el cáncer es incurable.

 

         Tierras de penumbra es una película que traza su relación desde que se conocen hasta la muerte de ella. Como saben que va a morir en poco tiempo, muestra en primer plano lo que subyace en el inicio de cualquier pareja: que habrá una pérdida, pues la relación se romperá o uno morirá antes que el otro. El amor no es sin dolor. Lewis escribe: El duelo forma parte integral y universal de la experiencia del amor. (…) Es una de sus fases. Esta idea aparece en la película en dos frases: la segunda es el revés de la primera.

         Cuando comparten por primera y última vez la vista del Valle Dorado, con el que él ha fantaseado desde niño, tienen este diálogo en una cabaña bajo la lluvia:

ÉL: Ya no quiero estar en ningún otro sitio. Ya no espero que ocurra nada nuevo. Y tampoco tengo que esperar hasta la siguiente colina. Estoy aquí, es suficiente.

ELLA: Esto es la felicidad para ti, ¿verdad?

ÉL: Sí, sí.

ELLA: No va a durar mucho.

ÉL: No nos amarguemos el tiempo que aún podemos estar juntos.

ELLA: Eso no lo amarga. Hace que sea real. Déjame que te lo diga antes de que pase la lluvia y volvamos a casa.

ÉL: ¿Qué hay que decir?

ELLA: Que voy a morir. Y también que quiero estar contigo entonces. Y solo podré hacerlo si puedo hablarte de ello ahora.

ÉL: Me las arreglaré. No te preocupes por mí.

ELLA: No. Creo que puede haber algo mejor. Algo que tiene que ser mucho mejor que eso. Bueno, lo que intento decir, es que el dolor de entonces es parte de la felicidad de ahora: ese es el trato.

 

         Una vez que ella ha muerto, la película termina con la ‘voz en off’ de él diciendo esa última frase invertida. Dice:

 

Por qué el amor cuando lo pierdes duele tanto. Ya no tengo respuestas. Sólo tengo la vida que he vivido. Dos veces en la vida he podido elegir, como niño y como hombre. El niño eligió la seguridad, el hombre elije el sufrimiento. El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces: ese es el trato.

 

         Duelos no resueltos pueden reeditarse en los siguientes. Cuando es así, a una pérdida (por menor que parezca), le sigue un duelo excesivo o patológico. ¿Cómo repercutieron en Lewis sus duelos anteriores? Sabemos que cuando tenía cuatro años, un coche atropelló a su perro Jacksie. Tras su muerte, anunció que le tenían que llamar Jacksie. Si le llamaban por su nombre, no respondía, hasta que aceptó que lo llamaran Jack. Desde entonces, toda su vida fue Jack para la familia y amigos. Y firmaba sus libros como C. S. Lewis, ocultando sus dos nombres: Clive Staples. Así se siguen publicando.

         Añadamos que cuando Lewis tenía nueve años, su madre, Flora, murió de cáncer. Casi cincuenta años más tarde, en su autobiografía Cautivado por la alegría (1955), dirá sobre esta pérdida: Toda la felicidad estable, todo lo que inducía a la paz y a la confianza, desapareció de mi vida.

 

         Julio Cortázar no tenía nueve años cuando murió su madre, pero a esa edad le sucedió un hecho que representó una pérdida inmensa. Pues lo que cuenta no es la pérdida sino lo que significa para cada sujeto. Una pérdida que Cortázar cuenta con mayor dolor que el abandono para siempre de su padre, Julio José Cortázar, cuando tenía seis años.

 

         Es bastante espantoso: Mi madre (...) me ha dicho que desde los nueve años (...) había que pescarme por aquí y sacarme un poco al sol porque yo leía y escribía demasiado. Incluso hubo por ahí un médico que recetó que había que prohibirme los libros durante cuatro o cinco meses. Lo cual fue un sufrimiento tan grande que mi madre, que es una mujer sensible e inteligente, me los devolvió, pidiéndome simplemente que leyera menos, cosa que yo hice en ese momento. Sin duda, era necesario que hubiera un mayor equilibrio. (…)

         Es verdad que a los nueve años yo escribí una novela. No tengo la menor idea de lo que es, pero sí que era una cosa muy lacrimosa, muy romántica, en la que todo el mundo moría al final. (…) Escribía sonetos a mis compañeras de la escuela primaria. (…)

         [Hay] un tema que fue un gran traumatismo para un niño, pero no se refiere a la novela. (…) [A los nueve años, escribí] una serie de poemas (…). Cayó en manos de un pariente de la familia, un tío o algo así, que los leyó y que le dijo a mi madre que evidentemente esos poemas no eran míos, que yo los copiaba de alguna antología de poemas. Y me acuerdo siempre lo que fue para mí un dolor de niño, que es un dolor infinito y terrible, ¿no?, cuando mi madre, en quien yo tenía plena confianza, vino de noche, una noche antes de que yo me durmiera, a preguntarme, un poco avergonzada, me acuerdo, si realmente esos textos eran míos o yo los había copiado. Ahora, el hecho de que mi madre pudiera dudar de mí (yo se los había dado diciéndole que eran míos), que pudiera dudar de mí, fue uno de esos..., es como la revelación de la muerte, ¿sabes? Esos primeros golpes que te marcan para siempre. Descubrí que todo era relativo, que todo era precario, que había que vivir en un mundo que no era ese mundo de total confianza y de inocencia, ¿no? Fue uno de mis primeros dolores. Ese y el descubrimiento de la muerte, que también fue muy temprano.

 

         Volvamos a Lewis. Había rezado días tras día para que su madre se curara, esperando un milagro que no llegó. Solo admitió que no se iba a curar cuando le obligaron a ver el cadáver. 47 años después, en 1955, publica El sobrino del mago, la primera novela de las siete que forman Las crónicas de Narnia. Digory Kirke, de 12 años, y Polly Plummer, de 11, son los protagonistas. La madre de Digory está enferma de muerte. Cuando viaja a un país mágico, Narnia, logra volver a casa con una manzana prodigiosa, la Manzana de la Vida, que devuelve la salud a su madre. Lewis logra en la ficción lo que no pudo hacer con su madre.

 

Sigamos con el segundo párrafo de Una pena en observación, que habla del tiempo en que quiere estar solo y acompañado a la vez:

 

         Otras veces es como si estuviera medio borracho o conmocionado. Hay una especie de manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo enterarme de lo que me dicen los demás. Tiene tan poco interés. Y sin embargo quiero tener gente a mi alrededor. Me espantan los ratos en que la casa se queda vacía. Lo único que querría es que hablaran unos con otros, que no se dirigieran a mí.

 

         A lo largo de la obra, desgrana sus miedos:

 

-A la desidia que inyecta la pena. A quedarse en la desidia.

-A perder su fe en Dios o a concluir que es malo. A que la religión no le consuele.

-A la molestia que produce en los demás que les hable de su dolor.

-A ir a los sitios donde él y Joy fueron felices.

-A que su ausencia sea como el cielo, que se extiende sobre todas las cosas.

-A la sensación de ser un ratón atrapado en una ratonera.

-A dejar de poder reproducir con detalle en la imaginación su cara. Constata que recuerda mejor su voz que su cara.

-A estar casi siempre pensando en ella. Este miedo se va diluyendo pues gracias al trabajo y a las conversaciones, logra no estar pensando siempre en Joy. Esto da cuenta de cómo el trabajo y las tareas pueden ser importantes para descansar del dolor.

-A que su amor por Joy quede sustituido, como él dice, por enamorarme de mi recuerdo de ella.

-Miedo al tormento del deseo imposible de su retorno. Escribe: [Éramos] dos círculos que se tocaban. Pues bien, estos dos círculos y sobre todo el punto en que se tocaban, es realmente lo que echo de menos, de lo que tengo hambre, por lo que llevo luto. (…) Mi corazón y mi cuerpo están gritando “¡Vuelve, vuelve! Vuelve a ser un círculo que toca el mío en el plano de la Naturaleza”. Esto es imposible, claro, ya lo sé. Sé que la cosa que más deseo es precisamente la que nunca tendré.

-Miedo por estar viviendo la pena, dice, como un ‘suspense’. O como una expectativa (…). Es como estar colgado de algo que va a pasar. Esto confiere a la vida una sensación permanente de provisionalidad. Parece como si no valiera empezar nada. No soy capaz de encontrar asiento.

-Miedo a una existencia anodina. Dice: Ahora no hay más que tiempo. Tiempo en estado puro, una vacía continuidad.

-Miedo a la propia responsabilidad en dirigir su vida. Dice: Éramos uña y carne. O, si lo preferís, un solo barco. El motor de proa se fue al garete. Y el motorcito de reserva, que soy yo, tiene que ir traqueteando a duras penas hasta tocar puerto. O, mejor dicho, hasta que acabe el viaje.

-Miedo, según dice, a que la pena acabe por desleírse en aburrimiento matizado por una ligera náusea. Es decir, le da miedo no relanzar el deseo.

-Miedo a su propia muerte.

 

         Lewis siente que una parte de sí se ha ido con ella, dice, como alguien a quien han amputado una pierna. En una operación como esta, una de dos: o el muñón herido cicatriza o el paciente muere. Si cicatriza, el atroz y continuado dolor cesará. Ese hombre (…) siempre será con una pierna mutilada. (…) Ahora estoy aprendiendo a andar con muletas. Dentro de poco puede que me pongan una pierna ortopédica. Pero nunca volveré a ser un bípedo.

         Si hay cicatrización, es un duelo sano, por doloroso que sea, mientras que, siguiendo la analogía de Lewis, si el paciente muere, sería un duelo patológico, melancólico, en que el sujeto muere en vida.

 

         Otras experiencias que narra Lewis tienen que ver con un  ‘goce sufriente’ de la pena. Suele ser inconsciente, pero hay sujetos que lo atisban conscientemente.

El ‘goce’ (que está presente en los síntomas) es un término psicoanalítico. El goce es esa mezcla turbia entre insatisfacción consciente mortificante y satisfacción inconsciente inútil. Así, beber unas pocas cervezas es un placer, emborracharse y alcoholizarse son un goce. El placer es distensión, moderación, templanza, lo cual mantiene al sujeto a una distancia prudencial del goce. Goce que busca el aumento de la tensión, el forzamiento, la excesiva intensidad, la barbaridad. Un goce que está confinado a la repetición.

         También hay un goce en los propios síntomas sufrientes. El que lo haya es uno de los motivos de la resistencia inconsciente a la curación. Proceso de cura que supondría la renuncia o disminución del goce, y el encauzamiento de algunas modalidades de goce en deseos fructíferos. Un ejemplo del goce incluido en el sufrimiento y del impulso a conservar tal goce, lo encontramos en un poema-canción de Manuel Machado, La pena. Pertenece al ‘cante jondo’ del flamenco. Es una ‘seguirilla gitana’ o ‘seguirilla del sentimiento’. Las segurillas son la quintaesencia de la hondura del sentir: poca letra y mucho ‘quejío’ (tanto que pueden incurrir en el goce de la queja). No habla de una tristeza, que es sana cuando hay una pérdida, sino de una pena de causa inconsciente, un estado melancólico en el que el sujeto se recrea y del que no desea desprenderse.  Dice así:

 

Mi pena es muy mala,


porque es una pena que yo no 


quisiera que se me quitara.


 



Vino como vienen,


sin saber de dónde,


el agua a los mares, 


las flores a mayo,


los vientos al bosque.



 

Vino, y se ha quedado


en mi corazón,


como el amargo 


en la corteza verde


del verde limón.




 

Como las raíces


de la enredadera,


se va alimentando la pena


en mi pecho


con sangre de mis venas.




 

Yo no sé por dónde,


ni por dónde no,


se me ha liao 


esta soguita al cuerpo


sin saberlo yo.

 

Mi pena es muy mala,



porque es una pena 


que yo no quisiera


que se me quitara.




         En Lewis, atisbamos este goce sufriente (al que teme y a la vez le tienta) cuando escribe: Pero el asqueroso, dulzarrón y pringoso placer de ceder o revolcarse en un baño de autocompasión, eso es algo que me nausea. Y, es más, cuando caigo en ello, me doy cuenta de que me lleva a tergiversar la imagen misma de H. [así llama a Helen Joy en Una pena en observación, pues el libro apareció con pseudónimo]. Sigue diciendo: En cuanto le doy alas a este humor, al poco rato la mujer de carne y hueso viene sustituida por una simple muñeca sobre la que lloriqueo.

 

         Joan Didion comienza su libro de duelo por la muerte repentina de su marido por un ataque al corazón durante la cena, El año del pensamiento mágico, advertida también del goce de la autocompasión. Empieza así:

 

         La vida cambia rápido.

         La vida cambia en un instante.

         Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.

         El tema de la autocompasión.

 

         Estas fueron las primeras palabras que escribí después de que sucediera. (…)

         Durante mucho tiempo, no escribí nada más. (…)

         [Este libro] es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió [a su muerte].

 

         Más adelante, Didion habla de la autocompasión como un regodeo. Dice que la autocompasión es sentir lástima de uno mismo, (…) es meterse el dedo en la boca, (…) es llorar por el pobrecito de mí, (…) es el estado en el que caen e incluso se revuelcan los que sienten lástima de sí mismos. Y añade: En realidad, el doliente tiene apremiantes razones, incluso una apremiante necesidad de sentir lástima de sí mismo. Ahora bien, solo renunciando a este modo de goce durante el duelo, podrá el sujeto abrirse a nuevos deseos, disfrutar y resolver e duelo.

 

         Julian Barnes, en el libro Niveles de vida, dedica la tercera parte, titulada “La pérdida de profundidad”, al duelo por la muerte de su mujer. Él también advierte contra la autocompasión. Escribe: En el duelo hay muchas trampas y peligros (…). La autocompasión, el aislamiento, el desprecio del mundo, el egotismo de creerse excepcional: todos ellos aspectos de la vanidad. Mira cuánto sufro, hasta qué punto los demás no comprenden: ¿no demuestra eso lo mucho que amé? Y añade: A veces quieres seguir amando el dolor.

 

         Volvamos a Lewis, que alerta de otros goces sufrientes. Dice:

 

-Amar nuestra pesadumbre.

-Me doy cuenta de que hasta hace poco estaba obsesionado por el recuerdo de H., dándole vueltas a lo falso o no, que pudiera llegar a volverse.

-(…) me encuentro mejor, pero de repente con eso me viene una especie de vergüenza y la sensación de que estoy sometido a algo así como un deber de mimar, fomentar y hacer duradera mi propia infelicidad. (…) Estoy seguro de que a H. no le gustaría. (…) ¿Qué se oculta detrás de todo esto? En parte, vanidad, sin duda. Queremos demostrarnos a nosotros mismos que somos amantes superiores, héroes de tragedia griega.

 

 

2

 

 

         Ahora pasaremos a unos APORTES PSICOANALÍTICOS  sobre las pérdidas y los duelos.

 

Por mucho que generalicemos, en psicoanálisis consideramos a los sujetos uno a uno.

Resulta irrespetuoso y dañino el impulso a normativizar el duelo. Esto conduce a la imposición de pautas, reacciones, etapas, emociones y tiempos que no tienen en cuenta lo subjetivo. No se trata de normativizar sino de entender el duelo particular de cada sujeto, requiera o no tratamiento.

Lo que determina la singularidad de un duelo (intensidad, duración, características y causas inconscientes) es lo que representa la pérdida para cada sujeto. En la pérdida puede haber una pérdida inconsciente: el sujeto sabe qué o a quién ha perdido, pero no qué ha perdido con lo que perdió o con quien perdió. Por eso, en el duelo es fundamental saber qué ha perdido el sujeto en su pérdida.

También hay que considerar la historia del sujeto y cómo entra a formar parte la pérdida en la serie de pérdidas y duelos anteriores. Un duelo no elaborado se reedita ante una nueva pérdida (incluso aunque parezca poco significativa).

 

Freud en Duelo y melancolía (1915), va a intentar esclarecer la esencia de la melancolía, comparándola con el duelo, afecto normal paralelo a ella.

         Para Freud, el duelo es la reacción a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente: la patria, la libertad, el ideal, etcétera. Los llama objetos perdidos, tanto sean personas, cosas, expectativas, etc. En ese etcétera freudiano, distingamos algunos tipos de pérdidas:

Las etapas del crecimiento (pérdida de la niñez para ganar la adolescencia, pérdida de la adolescencia para entrar en la adultez...). Pérdida del país y tradiciones culturales (emigrantes). Pérdida de bienes materiales, del trabajo, de la vivienda, de estatus, de roles sociales... Pérdida de la fe. Pérdidas de relaciones afectivas (amistades, pareja, familia...). Pérdida de la salud de uno mismo o de un ser querido (enfermedades, deterioros físicos, amputaciones, estados terminales...). Pérdidas de facultades (minusvalías). Pérdidas de proyectos e ilusiones. Abandono, separación o muerte de un ser querido. Pérdida de un ideal…

Ante estas mismas pérdidas, en lugar del duelo sano (que es un proceso que se termina al cabo de un tiempo), puede darse una reacción patológica: la melancolía.

         La melancolía comparte con el duelo sano estas características, como dice Freud: ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, (...)  la inhibición (...) Y la pérdida temporal de la capacidad de elegir un nuevo objeto amoroso.

         La característica de la melancolía que no se da en el duelo sano es la disminución del amor propio. Se traduce en reproches y acusaciones (…) [del sujeto] a sí mismo y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo. Por tanto, puede haber un delirio de autodenigración.

         A la experiencia del duelo sano, Freud la llama labor de duelo. Me parecen relevantes las tres acepciones de ‘labor’: trabajo, obra de coser y bordar, y labranza de las tierras que se siembran. Si entrelazamos las tres, el duelo resulta un trabajo de crear un tejido o texto como una siembra que dará lugar a recoger la cosecha al final del proceso. En cambio, en la melancolía, el sujeto gira en la autodegradación y no siembra ni labra la tierra, y la sequedad de una parcela seca todo el territorio.

         En el duelo el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos del sujeto. En cambio, en la melancolía es el Yo el que está desierto y empobrecido, indigno de toda estimación, autohumillado, asediado de amargos y furiosos autorreproches y de acusaciones a otros.

         El melancólico establece una identificación del Yo con el objeto abandonado [o perdido]. La sombra del objeto [perdido] cayó así sobre el Yo. (…) De este modo, se transformó la pérdida del objeto en una pérdida del Yo (…). Dicho de otro modo: en el duelo melancólico, el sujeto se ha ido con el que se fue, por consiguiente, sus deseos quedan frenados o desaparecidos.

         En un duelo no patológico, el sujeto llora al muerto, no se pierde a sí mismo y simboliza el proceso con palabras que le dan un sostén. Este es el duelo en Freud, el duelo ‘normal’. En cambio, en la melancolía, el sujeto muere con el muerto, hace que una pérdida parcial se convierta en una pérdida total y no puede simbolizar la pérdida.

Sin embargo, después de Freud podemos considerar que hay duelos con un ‘goce melancólico’, con un estado melancólico transitorio (no como una estructura psíquica de melancolía, que es una psicosis) que puede darse en cualquier sujeto, sea melancólico o no. Sería solo una parte del tiempo de duelo que después se dejaría.

 

         Sigamos con otros puntos de vista psicoanalíticos que, apoyándose en Freud, han ido más allá de Freud.

Jacques Lacan dice (Seminario 10, La angustia, lección 10, 1962-1963): Estamos de duelo por alguien de quien podemos decir: Yo era su falta. Estamos de duelo por personas que hemos tratado mal o bien y respecto de las cuales no sabíamos que cumplíamos esa función de estar en el lugar de su falta.

         Lacan dice que el amor es dar lo que a uno le falta. Es dar al amado no solo lo que tiene sino lo que le falta, sus carencias.

Al sujeto en duelo, le falta el amado: aquel a quien daba lo que le falta. Le falta dar la falta. Somos seres en falta, incompletos desde que nacemos, por eso amamos y deseamos. Y cuando falta la persona amada, acontece un tiempo con principio y final en que la falta parece invadir el ser conmoviendo sus cimientos e inmovilizándolo. Es diferente vivir en falta (es la tarea de vida de todos, durante toda la vida), que vivir engullido únicamente por la falta del ausente.

 

Dice el psicoanalista lacaniano Juan David Nasio en El libro del dolor y del amor que al inicio de la labor de duelo, suele haber una sobrecarga de recuerdos sobre el objeto amado perdido: Aquello que hace daño no es la pérdida del ser amado, sino el hecho de seguir amándolo más intensamente que antes cuando lo sabemos irremediablemente perdido (37). Lo que duele no es sólo separarse, sino más bien aferrarse más intensamente que nunca a lo que representa quien perdimos. Así, el dolor no se debe tanto a la ausencia del ser amado, sino a tenerlo demasiado presente, más presente que nunca, amándolo más intensamente ahora que lo sabemos irremediablemente perdido. A esto se añade el dolor de saber que el otro que murió ya no piensa en mí (salvo en los creyentes en un más allá).

Como dice Nasio, el dolor no es dolor de pérdida, es dolor de estrechamiento de los lazos con la representación del otro ausente (199). Duele la hiperpresencia viviente del ausente. Hacer el duelo no es olvidar a quien se fue, sino traer primero el recuerdo minucioso del ausente. En el inicio del duelo, el sujeto está firmemente apoyado en el que no está. El trabajo de duelo consiste en avanzar hacia el apoyo en quien está, el propio sujeto y otras relaciones. La hiperpresencia del ser amado que murió desembocará en un recuerdo que no atormente y en la redirección del deseo a otros objetos, intereses… Hasta que lo ido ha sido desasido, pero manteniendo la huella de lo vivido con el ser amado que murió, incluso a veces imaginado las palabras que se dirían el uno al otro.

         Añade Nasio que aquello que se pierde con la muerte del ser querido es en primer lugar la imagen de mí mismo que me permitía querer. Lo que he perdido ante todo es el amor de mí mismo que el otro hacía posible (195).

        

         Lacan (Seminario 6, El deseo y su interpretación, 1958-59, lección 18) dice que cuando el duelo se da por “una pérdida intolerable”, esta pérdida produce “un agujero en lo real” del sujeto, “un agujero creado en la existencia”. En ese agujero se proyecta el significante o representante de la falta, de la ausencia. Sin embargo, “no hay nada que pueda llenar el significante de ese agujero en lo real”.

         El psicoanalista lacaniano Jean Allouch, en Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, dice que ese agujero en lo real del sujeto es imposible de llenar. Por eso, el sujeto puede volcar toda clase de cosas, (…) imágenes y los significantes puestos en juego en el trabajo de duelo, recuerdos, experiencias, sensaciones, palabras, pensamientos, emociones… de lo perdido. Pero teniendo en cuenta que nunca lo llenará, ni siquiera si se vuelca a sí mismo en un suicidio durante un duelo.

         Lacan, en la misma lección, dice que si el sujeto en duelo se abraza al objeto del deseo (el que ha perdido, aquel cuya desaparición es la causa del dolor cuando la pérdida es radical, extrema), entonces el objeto perdido alcanza una existencia absoluta. Con esta expresión, ‘existencia absoluta’, se refiere a que el objeto perdido ya no corresponde a nada que exista, lo cual es algo absoluto, irrecuperable, insustituible.

Según Allouch, quien murió se ha llevado consigo un trozo de sí. Trozo que no es ni de “ti” ni de “mí”, sino un trozo indistinto de “ti” y de “mí”. Quizá esto quería expresar Lewis al decir que añoraba el punto de contacto entre sus esposa y él: el punto en que dos círculos se tocan o se cruzan.

 

         Recapitulemos tres tipos de duelo:

 

(Tomo esta clasificación -con citas- de José María Álvarez y Fernando Colina, Las voces de la locura, 187-8.)

 

1.-Un duelo sano o normal: aquel que, tras un tiempo de trabajo de duelo, se ha despegado del objeto perdido. Así, la experiencia de la pérdida da lugar al relanzamiento del deseo. Cada pérdida deja una marca, una cicatriz que con el tiempo se transforma en una seña personal que se asume y asimila para enriquecer la identidad. Como si el muerto pasara a formar parte de nosotros mismos o, al menos, le lleváramos atado al cinturón. (...) Y (...) usamos el pasado como trampolín para el futuro.

 

2.-Un duelo patológico: por depresión o estados melancólicos (que son neuróticos) o por melancolía (que es una psicosis). El sujeto queda detenido, su deseo paralizado, el impulso vital bloqueado. La pérdida puede ser aparentemente menor, pero debido a lo que representa o debido a una “fragilidad de la estructura” psíquica, esta pérdida colapsa al sujeto.

 

3.-Un duelo imposible: Por pérdidas irreparables e insustituibles, (…) radicales e irreversibles, por ejemplo, la pérdida de un hijo, o de alguien muy amado y deseado o muy necesario. Esta pérdida nos deja heridos para siempre. No es un duelo patológico mientras el sujeto relance otros deseos en la vida. Tendrá que reinventar cómo vivir portando un agujero irrellenable, una parcela irrevocablemente seca. Se trata de que el sujeto sea capaz de bordear el agujero sin meterse en él. Se trata de que simbolice ese agujero en lo real con un tejido de palabras: así encontrará o reencontrará otros objetos de deseo aunque no sustituyan al irremediablemente perdido.

 

 

3

 

 

         En esta última parte de la charla, volvamos a los escritores. Tan relevante es lo que cuentan como las palabras con que lo cuentan.

 

         La pérdida de un hijo puede dar lugar a un duelo imposible que deje un agujero en lo real. Es una pérdida tan radical que se hace más difícil de simbolizar. Por eso no es casual que en casi ningún idioma (incluidos los hablados en España), no exista palabra para quien ha perdido un hijo. Solo tenemos viudo y huérfano. En hebreo existe la palabra por motivos legales y de herencias: ‘shakal’, que significa la pérdida de hijos o el quedar sin ellos. Se aplica varias veces en la Biblia. El uso más general es el participio masculino, ‘shakul’, y el femenino, ‘shekulá’. Como no tenemos palabra en castellano, las traducciones bíblicas dan rodeos y dicen: quedarse sin hijos, verse sin hijos, faltante de hijos, carente de hijos, privado o privada de hijos.

         Sergio del Molinó dedicó La hora violeta a contar cómo vivió la enfermedad y muerte de su hijo pequeño, para simbolizar su pérdida. A su hijo Pablo, el primero y único, le diagnosticaron a los diez meses una leucemia y murió a punto de cumplir dos años. Comienza así su texto:

 

         Este libro es un diccionario de una sola entrada: la búsqueda de una palabra que no existe en mi idioma: la que nombra a  los padres que han visto morir a sus hijos. Los hijos que se quedan sin padres son huérfanos, y los cónyuges que cierran los ojos del cadáver de su pareja son viudos. Pero los padres que firmamos los papeles de los funerales de nuestros hijos no tenemos nombre ni estado civil. Somos padres por siempre. Padres de un fantasma que no crece, que no se hace mayor, al que nunca vamos a recoger al colegio, que no conocerá jamás a una chica, que no irá a la universidad y no se marchará de casa. Un hijo que nunca nos dará un disgusto y a quien nunca tendremos que abroncar. (...)

         Que nadie haya inventado una palabra para nombrarnos nos condena a vivir para siempre en la hora violeta. Nuestros relojes no están parados, pero marcan la misma hora una y otra vez. (...) Este libro (...) contiene todas las palabras que hacen falta para nombrar mi condición.

         Sergió del Molino usará la expresión padres huérfanos.

         Después de la publicación del libro, una asociación de padres de hijos con cáncer inventa una palabra. Pide adhesiones para  reclamar a la Academia de la Real Española su inclusión en el diccionario. La palabra es ‘huérfilo’: de ‘huérfano’ (que etimológicamente significa ‘desprovisto, privado o que no tiene’) y ‘filius’ (hijo). Es un intento de simbolizar la pérdida alrededor del agujero real irreversible.

         Del Molino dice que la vida (...) se ha roto por algún sitio imposible de arreglar. Es su duelo imposible. Lo que sí es posible es vivir y recobrar la vitalidad y los deseo con ese imposible dentro, aunque la vida ya no será lo mismo.

         El libro incluye un breve texto de la madre, donde trata de su duelo imposible y de su agujero en lo real:

 

         Hoy Pablo habría cumplido dos años. (...) Es difícil asumir la pérdida de un hijo. Su marcha se lleva para siempre una parte de ti y nada ni nadie llena nunca ese vacío. Cambias, te conviertes en otra persona y tienes que aprender a vivir de nuevo con las heridas marcadas a fuego en tu alma. Porque no es verdad que se supere una pérdida así. Si tienes suerte y te esfuerzas mucho, encuentras herramientas para no hundirte en la tristeza y logras salir adelante, pero ya nunca será igual.

         Y aun así, a pesar de todo, nos sentimos afortunados. Porque le tuvimos con nosotros. Porque le quisimos y nos quiso. Y porque ahora sabemos que no hay logro en la vida más importante que el de ser buenos padres. (...)

         Y, sobre todo, ahora sé que el amor siempre vence a la muerte, porque ella me ha quitado a Pablo, pero jamás logrará que yo deje de querer a mi hijo.     

 

         Del Molino, en las dos últimas páginas de La hora violeta (que empezó a escribir muy poco después de la muerte de su hijo) escribe: Lo peor no es esta pena. (...) Lo peor es que no quiero que deje de dolerme nunca. Cultivaré esta pena, la cuidaré y la alimentaré como hice con mi hijo. Porque esta pena es él. (...) He domesticado la pena (...), me he acostumbrado a ella, (...) hemos firmado un acuerdo de convivencia. (...)

         Termina el libro con estas palabras dirigidas a su hijo:

 

         No sé qué haré sin estas páginas. (...) [Hijo], mi pena hace las veces de tu cuerpo. Mi pena te invoca y te reconoce.

         Yo soy mi pena y mi pena eres tú.

 

         Podemos pensar que siempre vivirá con ese agujero, pero que reencontrará la alegría y los deseos.

 

         Perdonen, pero el que parecía el final del libro no es tal. Hay después una última página, con la letra más pequeña y en cursiva. Una dedicatoria a quien hizo su aparición poco antes de la publicación:

 

         Este libro está dedicado a mi hijo Daniel, con el deseo y la esperanza de que su hermano no se convierta en un fantasma ni en un cuento de terror. Ojalá toda la fuerza que a Pablo no le bastó para salvar su vida le inspire a él para vivir la suya con la felicidad, pasión y amor que merece.

Que el ejemplo  de Pablo siempre le guíe y nunca le pierda.

 

         Sergio del Molino ha contado y cantado la vida con su hijo y su pérdida para poder con la pérdida, para que la pérdida no pueda con él. Este canto me recuerda que Antonio Machado, por su relación imposible y secreta con su amada Guiomar, escribió unos versos que reescribió a lápiz en un papel que su hermano José encontró arrugado a su muerte en un bolsillo de su viejo gabán, en su exilio en Collioure, junto a otras dos anotaciones:

 

Y te daré mi canción:

“Se canta lo que se pierde”,

con un papagayo verde

que la diga en su balcón

 

         Ahora bien, también podemos cantar lo que se gana. Un canto no excluye al otro.

 

Terminemos con una inscripción. Jack Lewis y su hermano mayor, Warren, están enterrados juntos bajo una misma lápida que dice:

 

LOS HOMBRES DEBEN SOPORTAR SU PARTIDA

 

30-X-2018

Ernesto Maruri Psicólogo Clínico Pamplona Orientación Psicoanalítica