El síntoma psicopatológico, el sufrimiento del que uno se queja (o que traga) es (por paradójico que parezca) tanto la llave del cofre del tesoro, como la trampa que nos atrapa.

Como trampa o cepo, disminuye la capacidad del disfrute genuino de la vida, nos hace girar lastimosamente en torno a una herida psíquica pisoteando los bordes con botas de clavos. Los síntomas son latigazos que se nos imponen sin poder impedirlo por razones que ignoramos conscientemente. Este “no puedo dejar de padecer daño” conduce a la persona a pedir ayuda en su entorno próximo. Si esto se revela insuficiente y el sufrimiento persiste, ha llegado la hora de solicitar tratamiento. Así, el paciente acude y pone el síntoma encima de la mesa para que lo despojemos de él. Ejemplos: estoy deprimido, no tengo ganas de nada; tengo miedo de salir a la calle; estoy con unos nervios continuos...

Sin embargo, el síntoma es también la llave que abre el camino de la paulatina comprensión de la patología. Los síntomas son enigmas o mensajes cifrados que ocultan un sentido inconsciente. Acompañan a una manera básica de sufrir de cada uno (estructura clínica) y nos pueden conducir a ese lugar donde se hallan claves para el recorrido de la curación. Así pues, ir más allá del síntoma no es eliminarlo de buenas a primeras sin entender nada de él (en este caso, volverá ese mismo u otro), sino “cuidarlo” y deslizarse por él como por un tobogán que nos lleva al más acá de uno mismo, a las verdades internas, a los dolores y goces tapados, a los motivos inconscientes. Así, cuando los síntomas van perdiendo su razón de estar, caen y la persona puede acceder a otra posición más sana y auténtica en la vida, consigo mismo y con los demás.